ERNESTOBISCEGLIA.COM.AR – POR ERNESTO BISCEGLIA. – Con la partida de Mario Vargas Llosa, se cierra una época dorada de la literatura latinoamericana. Una generación brillante, comprometida, profunda, que supo narrar el alma de nuestros pueblos con belleza, crudeza y verdad. Vargas Llosa fue uno de sus pilares, uno de los últimos en pie. Con él se apaga una voz, pero queda el eco eterno de sus palabras.
Títulos como “La ciudad y los perros”, “Conversación en La Catedral”, “La tía Julia y el escribidor”, “La guerra del fin del mundo”, “El sueño del celta” y la singular “Pantaleón y las visitadoras”, una avanzada de la literatura erótica, no fueron sólo novelas: fueron actos de arte, manifestaciones exquisitas del manejo delicado, técnico y apasionado del lenguaje. Cada página suya estaba construida con la precisión de un orfebre y la intensidad de un amante.
Leerlo era un viaje: al Perú profundo, a los dilemas del poder, a la fragilidad humana, a los pliegues de la historia, al humor y a la desesperación. Vargas Llosa supo mirar el mundo con ojos críticos y con corazón de narrador. Fue, además, un intelectual valiente, que nunca temió el debate ni se ocultó detrás de las palabras. Pensó, discutió, provocó, pero siempre escribió con la certeza de que la literatura es un acto de libertad.
Con él se va también una generación irrepetible: la de los García Márquez, los Cortázar, los Donoso, los Fuentes. Esa camada luminosa que nos enseñó que leer no era sólo entretenimiento, sino una manera de entender el mundo y transformarlo. Que nos hizo amar las bibliotecas, subrayar libros, soñar con ser escritores o, al menos, buenos lectores.
Hoy, su legado queda vivo en sus obras, en las páginas que nos esperan para ser releídas, en las generaciones que siguen descubriéndolo. Los hombres como Mario Vargas Llosa no mueren: se vuelven inmortales en sus palabras, en los silencios que llenó de historias, en el gusto por la lectura que sembró en millones de personas.
Se ha ido el escritor, pero nos queda el Maestro. Queda la obra. Queda el ejemplo. Y queda, sobre todo, la emoción de haberlo leído y en no pocos casos, haberlo hecho nuestro. –