POR: Lic. LIZI MEJÍAS
Hoy, que se celebra el Día del Médico, siento la necesidad de detenerme un momento —en medio de este mundo que corre, exige y olvida— para hablar de ellos, de quienes tienen la palabra autorizada para indicarnos un camino hacia la salud, para marcarnos un tratamiento, o simplemente para darnos un aliento cuando la vida tambalea. Porque sí: muchas veces son ellos quienes no sólo curan el cuerpo, sino quienes ayudan a sanar el alma —la nuestra y la de nuestras familias— cuando la enfermedad nos vuelve vulnerables.
Pienso en el médico como en ese ser que trabaja en silencio, casi siempre sin reconocimiento, con una entrega que parece inagotable. Durante la pandemia salimos a los balcones a aplaudirlos; pareciera que la tragedia fuera necesaria para recordar la importancia de su misión. Y sin embargo, qué rápido olvidamos. Ya no hay aplausos. Ya no hay ese reconocimiento social que parecía tan natural cuando comprendimos, de golpe, que ellos estaban cada día en la frontera misma entre la vida y la muerte.
Pero su tarea no se detiene, aunque las manos que aplaudían ahora estén ocupadas en otras urgencias. En los hospitales del interior, ellos, los médicos se multiplican en tiempos y recursos, lo mismo en los hospitales y clínicas de esta ciudad, incluso en aquellos que cuentan con tecnología de punta pero conviven con imponderables impensados: la falta repentina de un fármaco vital en una terapia, la carrera para conseguirlo, el médico que sale a pedirlo prestado en otra institución mientras la familia se moviliza para traer una ampolla desde quién sabe qué lugar del país. Todo para cumplir su misión: curar, asistir, acompañar, sostener.
Y entonces me pregunto: ¿cómo agradecer algo así? ¿Cómo homenajear esa vida de entrega, de vocación, de presencia insomne? La palabra “gracias” se queda corta. Es pequeña. Pobre. No alcanza para expresar ese impulso profundo de querer devolver, siquiera en mínima proporción, el amor y la dedicación con que nos cuidan.
Porque la salud es un derecho humano, sí. Pero, ¿acaso el médico no tiene también derechos? ¿No merece tiempo para su familia, para su descanso, para su propia humanidad? Y sin embargo vive de guardia, opera de noche, viaja al campo, atiende sin horarios. Lleva adelante una vida hecha de sacrificios que rara vez se enuncian, que pocas veces se reconocen.
Por eso hoy —aunque sea solo una vez al año— me parece necesario decirlo: gracias a quienes sostienen nuestra fragilidad con ciencia, con oficio y con una ternura que muchas veces ni ellos mismos advierten.
Un día no basta. Pero al menos, hoy, que se note.