REDACCIÓN – www.ernestobisceglia.com.ar
Hubo una época en que para ejercer un cargo público había que tener “Cursus Honorum”, hoy hay que tener prontuario. Vivimos un tiempo enfermo en el que la frontera entre la ley y la impunidad se ha vuelto elástica como un chicle mascado por el poder.
En la Capital, un concejal denunciado, echado de su propio espacio político por falta de decoro, igualmente jura y asume; en la localidad de San Lorenzo, un ex intendente con condena firme en primera instancia, con inhabilitación perpetua escrita negro sobre blanco, se sienta en el sillón municipal como si nada ¡Y todavía pretende presidir el Concejo! Más allá, otro en proceso por abuso sexual asume como senador; otra acumula denuncias desde maltrato hasta una denuncia penal promovida por el Concejo Deliberante y dice que los demás tienen la culpa. Y estos apenas son los casos más emblemáticos.
Y así, otros tantos procesados, sospechados o directamente embarrados hasta las cejas siguen administrando recursos públicos con la serenidad del que sabe que el sistema nunca muerde la mano que lo alimenta. Y lo más obsceno: a nadie parece importarle.
Lo más grave de todo esto es que como sociedad parece que hemos naturalizado lo intolerable. La República se ha convertido en un sainete político donde en los cargos públicos se sientan pillos, bucaneros de poca monta, meretrices y mujeres ligeras de cascos.
Un país donde se puede asumir un cargo pese a estar condenado por fraude es un país que ha roto su brújula moral, que se resigna a ser administrado por quienes deberían estar explicando sus actos ante la justicia y no ante el Concejo Deliberante.
Pero más grave aún es que esto no es la excepción, parece haber ido convirtiéndose en la regla. De allí que la enfermedad cívica más peligrosa no sea la corrupción sino la indiferencia.
La política ha convertido a la ética que debiera ser la condición básica para ejercer un cargo público en un lujo nórdico. Por este camino, el país es una cáscara vacía y la democracia la bolsa de herramientas para profanar a la República.
Si seguimos aceptando que gobiernen los inhabilitados, los denunciados y los impostores, no esperemos milagros: un país que simula instituciones termina simulando futuro.
