POR: ERNESTO BISCEGLIA – www.ernestobisceglia.com.ar

Ya el inmenso Cicerón se alarmaba ante la visión de una sociedad que se derruía, en tiempos de la convulsionada república, ante la conspiración de Catilina: !O tempora! O mores! (“¡Oh tiempos, oh costumbres!”, aclaramos para los no iniciados). Si Cicerón levantara la cabeza —o la nariz— se sorprendería menos por Catilina que por el destino que le deparó el idioma a la expresión que hoy nos convoca. Roma cayó, pero la semántica siguió de parranda. Han transcurrido los siglos y esa frase continúa teniendo una elocuencia fatalmente actual.
Pero digamos, sobre la materia que nos convoca, tal es esta que titulamos de la exquisitez que representó siempre echarse un polvo; hubo un tiempo, no tan lejano en términos de historia, en que esa expresión no remitía a prácticas gimnásticas non santas, ni generaba en el imaginario colectivo ninguna posición ginecológica en un Fiat 600. Para nada.
Érase la época de la Europa culta, aquella de los salones donde se compartían aristocráticas tertulias y se danzaba al compás de Johann Strauss, donde echarse un polvo era una costumbre de alta alcurnia y lejos del alcance de la plebe. Era el ritual de olfatear esa mezcla finamente molida de tabaco que provocaba un estornudo liberador de tensiones ¡Y ya! Volvían al salón a mecerse con un minué o el dicho vals.
Era una costumbre furtiva, porque para “darse un toque”, el caballero o la dama, pedían permiso, tipo “Disculpadme, me retiro un instante para echarme un polvo”. No era elegante eso de andar estornudando delante de la realeza. Era aquello el antecedente histórico del actual “nariguetazo”.
El rapé legítimo tenía la virtud de lo instantáneo. Una especie de sacudón breve pero elegante, un cosquilleo nasal que despertaba al espíritu. Muy lejos, por supuesto, del contemporáneo “nariguetazo”, que también consiste en aspirar un polvo pero de otra índole. Hemos mutado de aquel polvo cortesano a la alucinación de boliche, al vértigo en un baño químico; y además berreta, porque el rapé era para las clases cultas, hoy el “toque” se lo dan hasta quienes hace apenas un siglo no hubieran sido admitidos ni para sacudir las alfombras del salón. Democratización química, que le podríamos llamar.
Curioso destino este de los polvos humanos. Porque del retiro para darse un toque y estornudar, la expresión mutó en retirarse para intimar con alguna fémina o viceversa. Y he aquí, que la metáfora del polvo ha terminado uniendo en una misma designación a tiempos históricos distintos, a productos disímiles como el tabaco refinado y la química cocalera y al sexo; todas actividades tan comunes como el respirar. A la fecha, la RAE, no se ha expresado sobre este tópico y es comprensible: hay zonas del idioma donde nadie quiere meter la nariz.
Lo interesante, es que el rapé, aquel precursor de los discretos chutes de energía socialmente aceptados, era sobre todo un puente: permitía la pausa, la coartada, la posibilidad del comentario al oído. Un intermezzo en la conversación, un reseteo. El “otro polvo”, en cambio, es hijo de la urgencia contemporánea: no invita a conversar, sino a escapar.
Y por supuesto está el tercer polvo, el que todo el mundo cree intuitivamente que trata la nota cuando lee el título. Ese es el más democrático de todos, el que no distingue clases sociales ni tendencias ideológicas. Sin embargo, también ese ha cambiado: se lo mercantilizó, se lo volvió performance, KPI sentimental (Key Performance Indicator, o sea, Indicador Clave de Desempeño), para los neófitos, o meta de gimnasio.
Quizá por eso valga la pena recuperar la expresión en su sentido original. Volver a echarnos un polvo de rapé -metafóricamente hablando- sería volver a darnos permiso para una pausa elegante en medio del caos. Una naricita al pasado para recordar que hubo un tiempo en que el polvo era un juego leve, no un síntoma civilizatorio ni una tragedia química.
A fin de cuentas, en esta aldea medieval que es nuestra provincia, donde el estornudo ajeno todavía se vive como amenaza de COVID y el nariguetazo como deporte popular, hemos de defender el polvo; porque, después de todo, hay polvos que liberan, polvos que perdonan y polvos que arruinan. Y en esta provincia nuestra donde aún se estornuda con culpa y se aspira con devoción, convendría recordar que el único polvo verdaderamente inolvidable no es el del rapé ni el del nariguetazo, sino ese otro, el único cuyos efectos duran nueve meses… cuando no toda la vida.
En efecto, entre tanto polvo fugaz, el único que todavía mueve la aguja del tiempo es el que viene con acta de nacimiento. –
