Por ERNESTO BISCEGLIA – www.ernestobisceglia.com.ar . – Una imagen vale más que mil sermones. Desde la chimenea más tradicional del mundo, aquella que anuncia pontífices, esta vez no salió humo blanco ni negro… sino un arcoíris vibrante. Una sátira, sí. Pero también una señal del mundo que clama, desde hace tiempo, por una transformación real.
Más bien, quizás, antes que una transformación, un sinceramiento de parte de la Iglesia Católica. Las profecías hablan de una Iglesia de los últimos tiempos muy pobre -Lo anticipaba Benedicto XVI-, incluso está profetizada su caída como reino terrenal, cuando “El Papa huya de El Vaticano y camine entre las ruinas de Roma”. Es hora de mirar hacia adentro, realizar una introspección y reconocer que los altares están manchados de pecados, algunos, más terribles que aquellos de los mortales comunes.
Cuando el salvaje de Nicolás Márquez, uno de los energúmenos que medran alrededor del presidente, Javier Milei, publicó que al nuevo Papa, lo elegirían los “amigos amanerados y comunistas” de Francisco«, este pobre hombre está diciendo dos cosas: primero que para ser católico, hay que ser intolerante ante quienes tienen una elección sexual diferente; y luego, predica una Iglesia del oscurantismo, de la inquisición. Esto no va más para estos tiempos.
Para la época en que se celebró el Concilio Vaticano II (1962–1965), la cuestión de la homosexualidad seguía siendo un tema tabú y no se discutió abiertamente en los documentos conciliares. Pasaría un largo tiempo, hasta el 1 de octubre de 1986, cuando desde la Congregación para la Doctrina de la Fe (ex Santo Oficio), se publicara una “Carta a los obispos de la Iglesia católica sobre la atención pastoral a las personas homosexuales”, firmada, nada menos que por el entonces cardenal Joseph Ratzinger como prefecto de la Congregación.
En esa Carta, se reafirmaba que la inclinación homosexual “no es en sí misma pecado”, pero sí es “una tendencia objetivamente desordenada”, y condenaba los actos homosexuales como “intrínsecamente desordenados”. Allí mismo, se llamaba a evitar cualquier forma de violencia o injusticia hacia personas homosexuales, pero rechazaba toda forma de reconocimiento legal de las uniones. La misiva consideraba que ciertas formas de pastoral inclusiva podían ser interpretadas como “legitimación” de la conducta homosexual. Décadas más tarde, este documento tendría un impacto profundo en la postura institucional de la Iglesia.
Durante siglos, la Iglesia Católica ha predicado amor, misericordia y acogida, pero ha impuesto fronteras férreas a quienes no encajan en sus normas y en «su» concepto del amor. Personas LGBTQ+ han sido condenadas al silencio, al pecado y a la invisibilidad en nombre de un dogma que suele olvidar su mensaje esencial: el amor incondicional. Otro tanto ha ocurrido con los separados o divorciados y vueltos a juntar o casar, que han sido excluidos del sacramento de la Eucaristía, por ejemplo. Aunque en este punto ahora se halla mayor tolerancia y comprensión.
En realidad, el problema de fondo reside en la hipocresía institucional y social. En algunas aldeas de pensamiento ultramontano, como Salta, donde, persignarse, asistir al oficio dominical, caminar contrito en una procesión y en lo posible compartir la mesa y el vino (sobre todo el vino) con el titular de la Curia, pareciera ser materia eficaz para obtener Gracias e Indulgencias. Estas son muestras de soberbia y de hipocresía, propias de una clase que felizmente va reduciéndose y que suele coincidir con funcionarios gubernamentales de alto rango, empresarios y colegios confesionales.
Cierta institución educativa confesional de Salta, se jacta de ser «la cuna de gobernadores»; pero algo le debe estar fallando en la pastoral interna o en los estudios sobre moral y ética, que esos «gobernadores», luego no saben elegir una tropa que comulgue con los valores cristianos y terminan sosteniendo a una cáfila de amorales y depredadores, que terminan confundiendo la «cosa pública» con la «cosa púbica».
Lo paradójico del caso, es que en aldeas como esta, en esos círculos áulicos sectarios, es donde se practican refinadas abominaciones sexuales. Sino, bastaría echar una mirada al conjunto del Presbiterio para comprobar cuántas causas canónicas y judiciales se hallarían abiertas por materias como pederastia, abusos varios, hijos con menores de edad, amantes que se sostienen en otros países y otras maravillas derivadas del «amor carnal». Esto sin contar, los informes cambiados que se enviarían a Roma para encubrir estos casos.
De modo, que publicar una foto con el humo multicolor saliendo de la chimenea de la Sixtina, no es una burla, sino una provocación saludable para poner en evidencia la desconexión entre los dogmas tradicionales y las realidades sociales y espirituales del mundo moderno.
Un espejo incómodo para una Institución que sigue hablando en latín cuando el mundo grita en todos los idiomas posibles por igualdad y respeto. Que sigue mirando para otro lado mientras sus clérigos abusan de todo y que mantiene ciertas condenas sobre personas que han optado por vivir otra forma de vida.
El rito de la adelphopoiesis
Para el caso, la historia temprana del cristianismo ortodoxo —y en algunas comunidades cristianas orientales— existía una ceremonia llamada adelphopoiesis, que unía a dos hombres en una relación espiritual profunda, bajo el amparo de la Iglesia. Esta ceremonia era una especie de «hermandad sagrada» con compromisos mutuos de ayuda, protección, lealtad e incluso herencia común y era bendecida por un sacerdote. Autores contemporáneos han creído ver en esta ceremonia algo más que espiritual, con una dimensión erótica o afectiva cercana a un matrimonio, aunque la visión más tradicional afirma que eran simplemente pactos espirituales de fraternidad.
El caso de Sergio y Baco
Ha pasado a la historia el caso de los santos Sergio y Baco, soldados romanos del siglo III y mártires cristianos, que son a menudo mencionados en este contexto. Según la leyenda, eran compañeros de armas y fueron perseguidos por su fe. Algunos relatos y representaciones litúrgicas sugieren que su relación era más que fraterna. En ciertos textos antiguos incluso se les menciona como «erastai», término griego que puede traducirse como «amantes». Pero, mirando los hechos desde un punto equidistante, podría caber la pregunta: ¿Y cuál era el problema?
Este caso pone en evidencia que la historia de la Iglesia no es tan uniforme como suele presentarse. Existieron formas de reconocimiento afectivo y espiritual entre personas del mismo sexo que no siempre encajaban con el paradigma moderno de heterosexualidad obligatoria. También permite plantear, desde la ironía o la crítica, que la Iglesia institucional ha olvidado o negado su propia diversidad histórica.
¿Y si el humo del arcoíris fuera más que una broma?
Realmente, si la foto de portada de esta nota fuera en realidad una señal de los tiempos que llegan, incluso a los muros de San Pedro. Tal vez no sea el anuncio de un nuevo Papa, pero sí de una nueva esperanza.
La esperanza de comenzar a vernos como almas que habitamos circunstancialmente estos cuerpos que se convertirán en polvo. La esperanza de poder comenzar a ver en el otro el “alter ego” y reconocernos como hermanos en una misma Creación.
Tal vez, sea el anuncio de que llega el tiempo en que la Iglesia Católica, deje de esconder el elefante blanco en la sacristía y mire más sinceramente, más serenamente a los ojos del Cristo, que desacralizó el poder para evangelizar el poder y “a los suyos”.
Tal vez sea el humo multicolor, la metáfora que impresione a las conciencias para que asuman aquellas palabras de los textos del cristianismo más temprano, escritas en el Rollo de Habacuc (1QpHab), que señala la centralidad de la pureza interior y el rechazo de las ceremonias externas vacías, también escritas en la Carta a los Hebreos: “Dios no habita en templos hechos por manos humanas, sino en el corazón del hombre.» (Hechos 17:24)
Otro párrafo, completa esa afirmación diciendo que “Corta una rama y allí estaré. Levanta una piedra, y allí me encontrarás”. Todo, se resume en el Amor. Dios no es una entidad externa, recluida en un sagrario y dispuesta sólo para las almas puras, sino que está en toda la Naturaleza.
Es el tiempo en que la Iglesia Católica, como San Pablo, sacuda sus sandalias de la hipocresía de los Caifás que medran al lado de los gobiernos y salga a buscar a los que sufren, a los que viven la realidad, aquellos que son los «Cristos sufrientes»: «Al oír esto, Jesús les dijo: No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores.» (Mateo 9:13 y Lucas 5:32.)
Porque al final del camino, de esta Vida, no se nos preguntará por los dogmas que defendimos, sino por el amor que ofrecimos. Porque, al final…, tal vez, el verdadero milagro no es cambiar el color del humo, sino el corazón de piedra.