POR: ERNESTO BISCEGLIA – www.ernestobisceglia.com.ar
Nada tal vez sea más difícil que ser Libre. Porque la libertad no es una categoría fija, ni un dogma, ni un estado permanente. Es una condición humana en disputa, un territorio que cada época, cada cultura y cada individuo vuelve a definir. Ya supo exclamar Madamme Roland: “¡Libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!”.
Y pienso, es imposible una verdadera Libertad sino en un Estado laico. No se trata de un anticlericalismo caprichoso ni de barricada, sino de otra condición, una institucional, para que exista una vida verdaderamente libre, adulta y responsable.
Porque una sociedad sólo progresa cuando el Estado deja de ser capellán, catequista o comisario ideológico. Sin laicidad —real, no declamada— no hay ciudadanía, sólo rebaños más o menos disciplinados. De allí que el primer deber del ciudadano sea repudiar todo tipo de dictadura.
La historia personal, los caminos recorridos del pensamiento y de la praxis, me han enseñado que un espíritu libre no acepta tutelas, ni las del púlpito, ni las de un partido, menos las de un caudillo de ocasión. En esa condición de permanecer abierto a todo y a todos es que reside la posibilidad de cambiar y mejorar.
No se trata de ser anárquico; porque todo tipo de anarquía desemboca irremediablemente en algún tipo de violencia, sino de ganar una libertad interior que encuentra base en la frase de Juan: “La Verdad os hará libres” (Jn. 8, 32). Si bien el catolicismo reclamará el título, pero el Evangelio no es ni siquiera católico. Esa frase no remite a un credo sino a una actitud: la de enfrentar la existencia sin cadenas impuestas desde afuera.
El ilustre, Juan Bautista Alberdi, comprendió muy bien este criterio y al desarrollar sus “Bases” lo expone claramente cuando defiende la protección a la libertad de cultos como una exigencia del espíritu republicano. De allí que sostengo que la educación debe ser laica (sin perjuicio de aquellos que opten por otra confesional, por supuesto); pero el Estado debe formar en valores espirituales y morales y no religiosos confesionales.
Predicar el Estado laico no es una declaración de guerra a la fe. Eso lo piensan los ultramontanos de criterio catequístico; sino que es la única garantía de que todas las creencias -incluso la de no creer-, convivan en igualdad de condiciones. Porque sabemos que la igualdad ante la Ley es la premisa más urgente de una República.
El Estado no debe mantener a ninguna confesión religiosa pero debe garantizar la libertad de todas.
Esto es un criterio que enraiza en nuestra propia historia, en nuestro modo más íntimo de ser un país. Porque nuestra Nación fue pensada, desde su nacimiento, como una República para ciudadanos libres, no para devotos de ningún altar ni rehenes de ningún dogma.
La prosperidad de los pueblos no ha pasado jamás por su devoción ni por la obediencia bobina al poder. Los pueblos que han progresado han sido aquellos que han desconfiado de los absolutos, los que han permitido el disenso. Los que no han rendido culto ni a los templos ni a los partidos hegemónicos.
Desde este punto de vista, el laicismo es la mejor vacuna contra las tiranías.
Diré, finalmente, con Alberdi, que la Libertad no es un sentimiento metafísico, sino una ingeniería institucional. De allí que la condición estructural para la República fuera la libertad de conciencia, la igualdad de cultos y una educación libre de tutelas eclesiásticas o partidarias.
Por eso, en este Día Internacional del Laicismo y la Libertad de Conciencia, vale recordar que toda República se edifica, no sobre la obediencia ritual, sino sobre la lucidez de ciudadanos que no delegan su conciencia en ningún santuario del poder. Spinoza (ese excomulgado que terminó siendo más moderno que sus inquisidores) lo dijo con precisión geométrica: “el fin del Estado es la libertad”. No la fe, no la disciplina, no el orden. La libertad. Esa frase, tan desnuda como contundente, debería seguir sonando en nuestras escuelas y parlamentos como un diapasón cívico.
Y en tiempos en que regresan viejos dogmas con nuevos maquillajes, tal vez la tarea más urgente sea reivindicar esta verdad simple y ardua: que la libertad no se suplica, se ejerce; y que la laicidad no es un lujo decorativo, sino la piedra basal que impide que cualquier altar —religioso o partidario— pretenda, otra vez, administrar lo único que es inviolablemente nuestro: la conciencia. –
