Efecto Hallowen: Cómo convertirse en bruja en cuatro pasos

POR: ERNESTO BISCEGLIA  – www.ernestobisceglia.com.ar

Esta es una nota que fuera publicada hace unos años en algún medio, pero, como bien decían Les Lethiers, “El público se renueva”, y aquí la ponemos en oportunidad de la fecha otra vez a consideración.

En la Edad Media no bastaba con ser mujer para estar en problemas. Había que reunir ciertas condiciones para ganarse el título de bruja, ese diploma no oficial que otorgaban inquisidores, curas y vecinos curiosos. Titularse como bruja, a la vez que sencillo, sin embargo, requería de ciertas condiciones, porque como toda ciencia, la del miedo tenía sus protocolos, y el Malleus Maleficarum, o “Martillo de las Brujas”, aquel engendro misógino escrito por dos dominicos degenerados, era el manual de referencia de la época y lo dejaba bien claro: la sospecha era un arte y la hoguera, una solución práctica.

De las condiciones para ser Bruja

Primero, había que firmar un pacto con el Diablo. Porque será el Demonio, pero el tipo tiene sus protocolos y debe asegurarse de que el producto que compra le pertenezca con justos títulos.

No bastaba con tener mal carácter o discutir con el párroco: había que renunciar a Dios, supuestamente, a cambio de poderes que iban desde hacer llover hasta secar vacas. O sea, que si las vacas dejaban de producir, ni imaginar lo que podría sucederle al marido de una de estas conjuradas.

Segundo, había de practicarse algún maleficio. Bastaba con que alguien se enfermara, se secara una planta o se quemara el pan en el horno para que los dedos acusadores señalaran a la bruja más cercana. Ciencia pura, que le dicen.

Tercero, y esto es importante; debían asistir a los aquelarres: Eran fiestas nocturnas donde, según los inquisidores, las mujeres volaban desnudas sobre escobas y danzaban con el demonio. El detalle menor de que casi todas las acusadas eran analfabetas y campesinas jamás preocupó a nadie.

Así nació la asociación entre la bruja y la escoba, porque como los aquelarres se celebraban en lo profundo de los bosques, las mujeres debían viajar en la noche y estar de regreso antes de que despuntara el día junto a sus maridos o en sus casas.

Y cuarto, mostrar la marca del Diablo. Un lunar, una cicatriz o una verruga bastaban para condenar a la sospechosa. Los jueces, expertos en dermatología mística, la pinchaban con agujas: si no dolía, había prueba suficiente.

Así, entre el miedo, el delirio y la ignorancia, Europa purificó su alma a base de hogueras. Miles de mujeres sabias, parteras, curanderas o simplemente diferentes ardieron por no caber en el molde. Por el temor de la sociedad y de la Iglesia Católica al poder natural de la mujer, a su intuición y a su sabiduría.

Y pensar que hoy, siglos después, todavía hay quienes temen a las mujeres que piensan por sí mismas. Tal vez la Inquisición cambió de nombre… pero no de costumbres. – .