POR: Lic. LIZI MEJÍAS
Los derechos humanos no son un invento tardío ni una moda progresista de temporada, sino una de las vetas más antiguas del ADN político argentino. Ya en la Asamblea del Año XIII —ese primer laboratorio de ilusiones republicanas— se ensayaron gestos que apuntaban a la dignidad, la libertad y la abolición de viejas servidumbres. Desde entonces, la historia nacional avanzó a tropezones, pero siempre con esa brújula ética encendida, aunque a veces pareciera olvidada en un cajón.
Durante demasiado tiempo, en la conversación pública de nuestro país, los derechos humanos se discutieron como si fueran patrimonio de un único sector político. Esto terminó empobreciendo la profundidad del concepto, dividiendo a la sociedad y por lo tanto debilitando una idea que debe ser el núcleo moral de cualquier Estado moderno.
Porque cuando hablamos de derechos humanos no estamos hablando sólo de expedientes, protocolos o intervenciones ante emergencias. Estamos hablando de un principio que debe convertirse en una efectiva política pública que proteja al vulnerable, que acompañe al que sufre y que garantice la dignidad allí donde escasea.
Es una realidad que en las últimas décadas la expresión derechos humanos adquirió una connotación relacionada a la izquierda que terminó instalando la idea de que este campo pertenecía a una sola estética, un solo relato y una sola forma de militancia. Y no: los derechos humanos no son una bandera partidaria, sino un puente que une ideologías, credos, clases y sensibilidades.
Por ser humanos, precisamente, este plexo de derechos comprenden a todos, desde la izquierda hasta la derecha, porque su aplicación no se detiene ante una ficha partidaria o una manera de pensar. Reducirlos a un estilo militante es amputarles su potencia transformadora.
Esa comprensión nos integra a todos en un mismo concepto común, nos igualan en condición y aspiraciones, tal como lo establece sabiamente el Artículo 16 de nuestra Constitución Nacional: somos todos iguales ante la ley.
También debemos poner fin a la noción, igualmente instalada, de que los derechos humanos son un instrumento pensado sólo para minorías específicas o sectores históricamente vulnerados que por supuesto deben ser protegidos. Los derechos humanos abarcan a todos: a las mujeres, a los niños, a la diversidad sexual, a los adultos mayores, a los trabajadores, a los pobres, a las familias, a los que viven en los márgenes y a los que viven en el centro. Nadie está afuera. Nadie debería sentirse afuera.
Esa inclusión que se busca es una vocación no sólo política sino natural que no puede ser una consigna vacía, sino una práctica diaria. Implica estar no a un paso, sino diez pasos adelante de la posible vulneración. Implica actuar antes del daño, antes del conflicto, antes del dolor. Y eso sólo es posible con un diseño de políticas públicas que piense en la prevención, en la cercanía y en la educación social.
Una educación que debe tener inicio sobre todo en las familias y continuarse en las escuelas. El hogar debe ser la primera aplicación de derechos humanos erradicando toda violencia doméstica. Porque en los hogares es donde se aprende el respeto, la empatía, la convivencia, la capacidad de mirar al otro sin miedo ni prejuicio. Sin esa base cultural, ningún programa estatal será suficiente.
Salta necesita, como toda provincia que se aspire a crecer sin dejar a su gente atrás aplicando una política de derechos humanos que no sea un eslogan, sino una estructura viva. Que abrace, que proteja, que oriente. Y que lo haga sin apropiaciones ideológicas ni usos facciosos.
Los derechos humanos pertenecen a todos. Y es desde ese principio, simple, antiguo y profundamente humano, es que debemos construir un Estado que cuide a cada salteño y salteña con la misma convicción: la de que su dignidad es una prioridad de todos.