Derechos Humanos: “Derribar El Chancho”, cuando una pared cae y una vida cambia

POR: Lic. LIZI MEJÍAS

Tal vez, haya quienes no sepan qué era “El Chancho”, especialmente los más jóvenes. Se trataba de un sector de celdas que había en la Cárcel de Villa las Rosas, en esta Capital, donde eran confinados los presos que habían cometido alguna falta de disciplina… y los que no habían cometido ninguna también.

Era un lugar sombrío, espantoso, de puertas grises, con una suerte de camastro de material. Un espacio mínimo cuyas paredes blancas estaban cubiertas de inscripciones, rayas -tal vez raguños desesperados- y en algunos, salpicaduras de sangre. Aquello era el emblema del rigor aplicado en forma inhumana, una amenaza que pendía sobre las cabezas de los detenidos. Ese confinamiento en solitario, donde al atravesar la puerta del pasillo donde se hallaban esas celdas se perdía toda civilización y el individuo quedaba librado al arbitrio de la brutalidad penitenciaria.

En ocasiones me preguntan por qué hablo tanto de derechos humanos en Salta. Yo podría decir muchas cosas técnicas, muchos conceptos aprendidos. Pero la verdad es otra: yo hablo -defiendo- los derechos humanos, porque lo viví. Porque tuve el privilegio de tener la maza en la mano , casco en la cabeza y dar el golpe simbólico del derribo de aquella sala de torturas que era “El Chancho”.

A “El Chancho” lo conocían todos los que trabajaban en el sistema penitenciario. Era un lugar donde se había torturado durante la dictadura… y también después. Castigos “disciplinarios”, les decían. Como si un ser humano pudiera corregirse a golpes. Como si la dignidad fuera una categoría prescindible. 

Antes de ese día en que se dio término a la ignominia derruyendo ese lugar hubo meses de trámites, pedidos, silencios, explicaciones, objeciones. Pero finalmente llegó el momento. Recuerdo que asistió el ministro de Gobierno, Carlos Plinio Vélez, Director del Servicio Penitenciario de Salta, otras autoridades, policías, personal penitenciario, operarios, técnicos.  yo…MUJER, en ejercicio de la Coordinación de Conmutacion de penas de los internos penados , en el Ejecutivo Provincial.

Me dieron la masa que pesaba más de lo que imaginé. Recuerdo que pensé entonces: “Que este golpe valga por todos los que no pudieron darlo”.

Lo apoyé contra la pared, aspiré hondo y golpeé. El ruido fue seco, casi insignificante, pero para mí fue como si se abriera una grieta en la historia. Un segundo después entraron las máquinas, las grúas, los obreros… pero ese primer mazazo, más que mío ¡Fue nuestro! De todos los ciudadanos que creemos en la legalidad. Fue simbólico, pero fue real.

Lo que sentí entonces no lo puedo explicar del todo. Era emoción, alivio, rabia contenida, una especie de vibración en el pecho. Sentíamos -todos los que estábamos allí- que por fin derribábamos algo más que una celda de castigo. Derribábamos la posibilidad misma de seguir naturalizando el horror.

En esos años yo coordinaba la conmutación de penas de los internos provinciales. Ocho años pasé caminando aquellos pasillos, escuchando historias, viendo injusticias más grandes que los delitos. Ocho años entendiendo que la cárcel debía ser “Sana y limpia, para rehabilitación y no para castigo”, como dice la Constitución Nacional, y no el infierno cotidiano que tantas veces es.

Por eso, cuando la pared comenzó a ceder, sentí que por un instante estábamos honrando la Ley. Que nuestra Constitución Nacional dejaba de ser un texto para convertirse en un acto de justicia.

Pero también, aquella jornada aprendí algo más: que una pared puede caerse en segundos; los otros muros, los invisibles, llevan años.

Porque si hablamos de derechos humanos en Salta, no hablamos sólo de torturas históricas. Tenemos que hablar de hoy. De tantas otras violaciones que no son de acción sino de omisión. De silencios.

¿No es una violación de derechos que un chico no pueda estudiar porque no puede pagar una fotocopia?

¿No lo es que un niño con autismo, Asperger, ADHD o con una discapacidad física no encuentre un aula que lo reciba con dignidad?

¿No lo es que las familias peregrinen buscando ayuda y nadie les pregunte simplemente: “¿Qué necesitás?”?

Los derechos humanos no se vulneran sólo con una picana. También se vulneran con la indiferencia. Con la falta de acceso. Con la pobreza que se hereda. Con un Estado que no pregunta. Con una sociedad que no mira.

Por eso siempre digo que la demolición de El Chancho fue importante, clarísima, reparadora. Pero no fue suficiente. Porque los derechos humanos se violan en silencio, todos los días: en la escuela, en la oficina pública, en la calle, en el hospital, en las casas donde nadie golpea la puerta para ver si hace falta algo.

A veces me preguntan por qué sigo hablando del tema. Y yo vuelvo a ese día. A ese casco. A esa masa.

A ese golpe seco contra una pared cargada de dolor, de gritos ahogados por la historia.

Y pienso que, si tuve el honor de derribar aquel muro, entonces también tengo la obligación de denunciar aquellos que quedan en pie.

Porque al final, defender los derechos humanos es eso: no dejar que el silencio vuelva a levantar las paredes que tanto costó tirar.