ERNESTOBISCEGLIA.COM.AR – POR ERNESTO BISCEGLIA. – Cuando Francisco de Quevedo (1580-1645), figura clave del Siglo de Oro español, escribió en el corazón del barroco aquella frase: “Donde no hay justicia, es peligroso tener razón.”, era el momento en que España estaba sumida en la decadencia de los Austrias. Corrupción generalizada, privilegios insoportables y un Estado imperial que sometía al pueblo a condiciones de vida cada vez más indignas.

Argentina, año del Señor de 2025, y los parecidos con aquella descripción se acercan notablemente: abusos de poder y la hipocresía de señalar “Un Estado presente” que dice representar al bien común, pero en los hechos, todo sirve sólo a quienes detentan el poder.
Por eso, la frase de Quevedo resuena hoy con una inquietante vigencia. En los tiempos que corren, en esta Argentina que parece caminar al borde de sus propias instituciones, tener razón puede no sólo resultar inútil, sino incluso riesgoso. Y es que cuando la Justicia deja de ser imparcial, cuando la balanza ya no pesa verdades sino conveniencias, el ciudadano queda indefenso y la democracia empieza a vaciarse de contenido.
Porque nunca se enseñó que la democracia es más que un sistema de gobierno, es sobre todo una escala de valores que comprometen a los atributos más caros a una persona: La vida, la libertad, la propiedad y asi…
Todas estas categorías hoy están al arbitrio de quienes han celebrado un magno contubernio entre poderes y la famosa separación de los mismos se ha ido progresivamente degradando. Así, ya públicamente vemos como el Ejecutivo avanza sobre el Judicial, el Legislativo se vuelve una escribanía de ocasión, y los equilibrios institucionales se negocian entre bastidores, sin luz ni taquígrafos. Por este camino, la democracia deja de ser hasta un sistema de gobierno y se convierte en un simulacro de tal. Todo es una comedia cuya escenografía es el ámbito del país, de las provincias y sus respectivas instituciones.
Y cuando eso ocurre, la que sufre es la República que se convierte en un cascarón vacío y ese riesgo no es menor. Porque lo que se erosiona no es sólo un sistema de gobierno, sino la idea misma de ciudadanía. Sin justicia independiente, sin límites claros al poder, sin un Congreso que legisle y controle, no hay democracia real. Lo que asoma en su lugar es una forma nueva —y solapada— de monarquía: presidencialismos fuertes, decisiones unilaterales, personalismos carismáticos que ocupan todo el escenario.
Estamos corriendo el riesgo de caer en la “monarquización” de la República, cuando vemos que los cargos comienzan a ser hereditarios. Cuando vemos que los jueces no son nombrados por los mecanismos constitucionales. Cuando observamos que los tribunales fallan según la conveniencia del poder político. Entonces, es cuando las garantías constitucionales, los derechos, todo el esquema jurídico se pone en riesgo y saliendo de lo académico, recordamos las palabras del célebre Tato Bores: “Aquí podés ir en cana por cualquier motivo… incluso podés ir en cana sin ningún motivo”.
Hoy, tener razón puede ser peligroso porque implica enfrentar al poder sin garantías, porque quien disiente se convierte en enemigo. Los jueces ya no fallan por convicción jurídica sino por presión política, y los medios de prensa que deberían ejercer el rol de contralor público se convierten en voceros o en instrumentos de extorsión. El pacto republicano está herido, y lo que queda es una ficción sostenida por la costumbre y el miedo.
En este contexto, reivindicar la justicia y la división de poderes no es un gesto institucional: es un acto de resistencia democrática.
Recordar a Montesquieu, y a Quevedo, es poner sobre la mesa que la razón no puede ser delito, que disentir no puede ser condena, y que gobernar no es mandar, sino servir.