REDACCIÓN – www.ernestobisceglia.com.ar
Hay números que ordenan el mundo y otros que lo inquietan. El nueve pertenece a esta última estirpe. En la tradición pitagórica es cifra de culminación; en la mística, número de cierre; en el arte, umbral. No extraña entonces que, en la historia de la música occidental, la Novena Sinfonía haya adquirido un aura inquietante, casi maldita, como si al cruzarla el compositor tocara un límite que no puede ser atravesado sin consecuencias.
La llamada “maldición de la Novena” no es una superstición vulgar, sino un mito culto, nacido del cruce entre biografía, estética y miedo metafísico. Todo comienza con Beethoven. Su Novena Sinfonía no fue una obra más, sino una ruptura ontológica: por primera vez la sinfonía incorporó la voz humana y proclamó, con Schiller, la fraternidad universal. Después de eso, Beethoven no escribió otra sinfonía. Murió habiendo llevado la forma a un punto que muchos creyeron definitivo.
El mito se reforzó con otros nombres mayores. Schubert compuso su Novena y murió joven. Bruckner dedicó la suya “al amado Dios” y dejó inconclusa la siguiente. Dvořák, tras la Novena “Del Nuevo Mundo”, abandonó definitivamente la sinfonía. No todos murieron de inmediato, pero ninguno logró atravesar con plenitud la barrera simbólica del diez.
Fue Gustav Mahler quien tomó la superstición más en serio. Consciente del destino de sus predecesores, intentó burlarlo. Compuso La canción de la Tierra, una obra inequívocamente sinfónica, pero se negó a numerarla. Creyó que así engañaría al número. Luego escribió su Sinfonía n.º 9, una música de despedida, de disolución lenta, donde el tiempo parece apagarse. Comenzó la Décima. Murió antes de terminarla.
La ironía es perfecta y cruel: Mahler evitó la Novena para morir después de escribirla, y dejó inconclusa la Décima que debía desmentir el mito. La superstición no se cumplió como profecía matemática, sino como verdad existencial.
Desde luego, la “maldición” no resiste un análisis estadístico. Haydn escribió más de cien sinfonías; Mozart, más de cuarenta; Shostakóvich, quince. Pero el mito no pertenece al reino de los números, sino al de los símbolos. Afecta, sobre todo, a los compositores románticos, para quienes la sinfonía no era un ejercicio formal, sino un combate con el sentido último de la vida.
La Novena suele ser testamento, balance, umbral. No anuncia la muerte biológica, sino algo más inquietante: la sensación de haber llegado al borde de lo decible. Después de cierto punto, el arte ya no avanza; se entrega.
Tal vez por eso la Novena no mata a los compositores. Tal vez simplemente lo
s enfrenta con una verdad que no todos pueden soportar: que hay un momento en que la obra deja de crecer y empieza a despedirse. El número nueve no es una condena. Es una frontera.