POR: ERNESTO BISCEGLIA – www.ernestobisceglia.com.ar

Sabemos que el progreso y el desarrollo tienen un costo. Pero antes de pagarlo, es bueno preguntarse también ¿Hasta dónde es lícito, ético o patriótico, pagar ese costo? Nuestra historia ofrece muchos ejemplos donde los gobiernos han negociado con notable facilidad aquello que no debería negociarse.
Hoy, el gobierno nacional pone en juego la negociación de los acuíferos.
La eventual sanción de una normativa que flexibilice el control y el manejo de las reservas hídricas subterráneas para facilitar su explotación por parte de la megaminería no es un debate técnico. Es una definición política, ética y civilizatoria. Porque allí donde se toca el agua, se toca la vida, la soberanía y los derechos humanos.
Uno de los argumentos más cipayos de la política es la necesidad de atraer inversiones y el otro el “respeto al federalismo”, que el gobierno nacional (los gobiernos) utilizan cuando les conviene. De allí que nos preguntemos ¿Qué clase de país negocia su soberanía por un interés económico? Con un Estado y provincias empobrecidas no se mira cómo recuperar al Estado sino buscar la salida fácil de negociar recursos estratégicos con corporaciones multinacionales cuyo poder económico supera largamente al del propio Estado. Llamar a eso “autonomía” es, como mínimo, ingenuo; como máximo, una falacia.
El agua —superficial o subterránea— no es un insumo productivo más. Es patrimonio natural de la Nación y condición de posibilidad de cualquier proyecto de desarrollo que merezca ese nombre. Hoy, es un recurso cada vez más limitado, a pesar de que el presidente, Javier Milei, entiende que “lo que sobra es el agua y por eso es lícito que una empresa la contamine”. Afirmaciones presidenciales de ese tenor revelan una concepción utilitaria del ambiente incompatible con cualquier noción seria de desarrollo sostenible.
Pero debilitar los mecanismos de protección, control o evaluación ambiental no equivale a modernizar la economía: equivale a trasladar los costos —ambientales, sanitarios y sociales— a las comunidades locales y a las generaciones futuras.
En este punto tenemos que considerar el costado bioético de la política preguntándonos ¿Con qué derecho se hipoteca la economía y el patrimonio natural de un país para que sea la herencia de los venideros? Es la misma pregunta que debemos hacerle al kirchnerismo y a los otros que endeudaron y saquearon al país.
Alguna vez debemos comprender que toda política pública afecta bienes esenciales y afectar los recursos no renovables vulnera el principio de justicia intergeneracional, uno de los pilares de la bioética contemporánea.
La Constitución Nacional es clara. El artículo 41 reconoce el derecho a un ambiente sano, y el 16 consagra la igualdad ante la ley. Sin embargo, cuando los beneficios de la explotación se concentran y los daños se socializan, esa igualdad se vuelve puramente declamativa. El agua termina beneficiando al capital concentrado mientras escasea —o se contamina— para quienes dependen de ella para vivir, producir y permanecer en su territorio.
Tampoco militamos en la intransigencia chauvinista, ni participamos del “No sé de qué se trata pero me opongo”, Se trata de preguntarse bajo qué condiciones, con qué controles, con qué límites y, sobre todo, para beneficio de quién se pretende legislar sobre un tema tan delicado
A esta cuestión debemos agregar otra aún más grave: ¿Están capacitados los legisladores nacionales para discernir sobre temas tan delicados? Cuando el Congreso Nacional se parece a ese clásico del cine dirigido por Édouard Molinaro, “La jaula de las locas”.
Según la concepción de los manuales de política moderna, un Estado que renuncia a custodiar sus bienes comunes no es un Estado moderno: es un Estado débil. Y un Estado débil frente al poder económico jamás protege a los más vulnerables. Por el contrario, a diario se condena a miles a la pauperización.
El derecho al agua es un derecho humano reconocido por tratados internacionales que la Argentina ha incorporado a su ordenamiento jurídico. Relativizar su protección en función de intereses extractivos es, en los hechos, relativizar esos derechos. Luego vendrán los discursos, las justificaciones y las promesas de derrame. Pero la experiencia demuestra que cuando el agua se entrega, no vuelve. Y cuando falta, siempre falta primero para los mismos, los más humildes.
Por supuesto, conviene reafirmarlo, no estamos en contra de la explotación de los recursos naturales en tanto mantenga una línea ética y patriótica; es decir (porque todo hay que explicarlo), que el límite sea una regulación que cuide los tres Principios del Derecho enunciados por Ulpiano de “Vivir honestamente”, “No dañar a otro” y “Dar a cada uno lo suyo”. Creo que estamos pidiendo mucho…
El agua no vota. No hace lobby. No financia campañas. Pero sostiene la vida. Tal vez por eso resulta tan fácil ponerla en juego. La pregunta que queda abierta es simple y brutal: ¿qué clase de país cree estar construyendo un Estado que negocia su futuro hídrico como si fuera una variable más del balance fiscal?
