La muerte no existe: Ellos no se han ido, viven en cada una de tus células

POR: ERNESTO BISCEGLIA – www.ernestobisceglia.com.ar

¿Por qué visitamos los cementerios? Si allí no hay nada de lo que buscamos. Generalmente, la gente acude a “visitar” a sus muertos por una necesidad de conversar con quienes ya no pueden hablarnos, pero, sin embargo, continúan diciéndonos cosas desde la memoria, pero, sobre todo, desde ese río genético que heredamos… Por eso es que no morimos.

Somos nosotros, pero también aquellos que ya no están, y en parte la siembra genética de los que vienen y ya crecen a nuestro lado. Nadie muere sino conceptualmente, porque la Vida es una cadena inacabada de seres, que en el fondo, somos lo mismo. La cultura lo llama linaje.

Como sea, en los cementerios verificamos que la historia no empieza ni termina en nosotros, que formamos parte de una corriente más antigua que nuestro propio nombre.

Decimos que “visitamos” a nuestros muertos porque es un impulso atávico, esencial, que en realidad no es sino un ritual para reorganizar nuestro presente. Popularmente lo llamamos duelo.

Desde un liberalismo espiritual y consciente, no comprendo, nunca comprendí la visita a los cementerios más que por una inquietud de curiosidad histórica que por una necesidad personal. A los espíritus más sensibles les resulta duro la definición de que allí no están ya los que buscamos.

La Escritura nos grafica -en parte- esto que decimos, cuando las mujeres acuden al sepulcro, y el Ángel las interpela: “¿Por qué buscan entre los muertos al que vive?” (Lc 24,5) La clave está en esas palabras “el que vive”. En estas tres palabras se concentra el desafío existencial que propone lo que llamamos muerte.

¡Ellos siguen vivos!

Acudimos a las tumbas porque allí también comprendemos que la ausencia no es una derrota sino una presencia transformadora. ¿Es acaso un impulso inconsciente que nos dice “Ellos no están Allá” sino aquí, en nosotros, en lo que somos?

Visitamos los cementerios, finalmente, para no olvidar que la vida continúa, y desde nuestra Fe, comprendemos el sentido profundo y teleológico de la expresión de Jesús: «Deja que los muertos entierren a sus muertos» (Mateo 8,22 / Lucas 9,60). Lo que alguna filosofía traduciría diciendo: “No te muertas con tus muertos”

¡Cuidado! La expresión del Cristo aunque dura es consoladora, nos habla de no quedar atrapados en la muerte del otro, no suspender la vida en homenaje al dolor, sino que comprender que la Vida continúa y tiene prioridad sobre cualquier ritual que pretenda inmovilizarnos en un tiempo.

Las religiones establecidas nos han enseñado a pensar la muerte como un final, como una caída de telón. Pero miremos hacia las culturas más antiguas que celebraron la vida de los que partieron en otra dimensión. Una lectura al «Libro de los Muertos» de los egipcios aportará bastante a la comprensión de esto que decimos.

Una mirada muy fina, de alta sensibilidad espiritual, nos dirá que es probable que la muerte no exista más que como una convención semántica. Como diría alguien “un modo torpe de nombrar aquello que no sabemos comprender.”

La ciencia lo sabe mejor que nosotros: somos la continuidad viviente de los que nos precedieron. Nada de lo que llevamos dentro comienza en nosotros. En cada célula late una procesión silenciosa de abuelos, bisabuelos y antepasados cuya existencia fluye en nuestro ADN como un río subterráneo. Alguien lo llamó “ríos genéticos”: corrientes invisibles que atraviesan siglos y se vierten, finalmente, en el cauce de nuestro cuerpo.

Cada gesto, cada sombra del carácter, cada destello de ingenio o cada torpeza, no son otra cosa que ecos biológicos, pequeñas reliquias de quienes vivieron antes. Somos —sin metáfora— los herederos de un linaje que no ha interrumpido nunca su marcha. No hay muerte radical donde hay transmisión, ni fin donde hay continuidad molecular.

Los que se fueron viven a cada segundo en nuestros latidos, en nuestras neuronas, en los tejidos y en la compleja realidad de un mundo que heredamos. Es un proceso vital que nosotros hoy estamos a su vez, heredando a los venideros.

No vamos a morir jamás. Somos eternos en nuestra descendencia. A esto lo confirma la biología y la propia psicología. Porque la memoria emocional también hace lo suyo. Persisten en lo que recordamos y también en lo que olvidamos. Persisten en lo que hacemos sin saber por qué, en los tonos de voces, en las afinidades de los rostros; en todo eso que nos viene de antes y que seguirá después de nosotros.

Por eso, cada mañana cuando nos miremos al espejo, recordemos que no estamos solos: ahí, detrás de tus ojos están ellos, los que no se han ido, los que respiran en nosotros.

Si, pues, morirse, entonces, no sería más que una forma elegante -excesivamente elegante, quizá- de cambiar de domicilio. –