POR: ERNESTO BISCEGLIA – www.ernestobisceglia.com.ar
Triste destino aquel de las mujeres; son criadas como doncellas, les prodigan los mejores cuidados, se depositan sobre su futuro las más enriquecidas esperanzas, hasta que la Blancanieves de la casa encuentra un hombre del que se enamora y termina convirtiéndose en “La Bruja”. Peor aún, cuando crecida su prole repite el ciclo natural de la vida y entonces se convierte en ese execrable ser que es ¡La suegra!
Pero, dotados de una inteligencia superior como somos, nos preguntamos con ánimo sociológico-científico, ¿Por qué, el hombre tiene esa inveterada costumbre de rotular a “la mujer que ama” como “la bruja? Al contraer nupcias, la mujer pierde dos cosas: su apellido pasando a ser “Fulana de…”, una preposición que la reduce al estado de cosa, incluso de baratija en algunos casos, porque uno dice “la casa de fulano”, “las medias de zutano”; en la interpolación del sustantivo (casa, medias, o lo que sea) se halla la reducción de la mujer al estado de “cosa de”. Esto, por un lado.
Por otra parte, pierde la mujer su condición de ser normal, ya fuere de ama de casa, de profesional, anche de científica, no importa; se convierte en “la bruja”.
La “Bruja”, por definición en el imaginario colectivo y popular, es un demérito espantoso. La bruja es de suyo, fea. Todos llevamos en la mente la imagen de la bruja del bosque con la manzana envenenada. Luego, es mala. Nada bueno puede esperarse de una bruja sino hechizos, maleficios, envenenamientos y suertes así de transformar la realidad. Tal vez en este último aspecto haya algo de razón, porque todos hemos conocido mujeres que han convertido al adefesio de marido con que se casaron en útiles personas a la sociedad. Pero son casos muy puntuales.
Por principio natural, “la Bruja”, engorda, envejece, pierde su lozanía, y entonces el macho alfa lomo plateado, tiende a salir a la caza de otras féminas en estado de cachorras. Esto se podría explicar porque la bruja del cuento es la que tiene el espejo y el homínido no, por lo tanto, no hace aquello de preguntar: “Espejito, espejito, ¿quién es el más bonito?” Muchos no saldrían de la casa… ni de caza.
En el desmerecimiento se esconde la admiración
Quizás sea este uno de los misterios más viejos del lenguaje doméstico: ¿Por qué los hombres llaman “bruja” a su mujer? ¿Es un insulto o, en el fondo, una involuntaria confesión de admiración?
Podríamos afirmar que “a priori”, el calificativo de “bruja”, esconde en realidad un temor reverencial de parte del macho respecto de su pareja. Esa palabra que pretende ser despectiva, en realidad suele esconder un temblor. El hombre que dice “mi bruja” no está degradando, sino exorcizando.
En esa mueca de machismo hay más rendición que dominio. Porque, si se piensa bien, ¿qué otra criatura humana conoce el futuro a través de un silencio, lee el pensamiento ajeno por el movimiento de una ceja, o anticipa una mentira con la precisión de un radar emocional? Ni los chinos han sido capaces de inventar aún un mecanismo que detecte hasta los pensamientos del otro. Cuando el hombre piensa -sólo piensa- en engañar a su mujer, tal vez sea que exhala alguna hormona o exista alguna función telepática, que ya la mujer lo ha advertido.
¡Ni pensar cuando el macho alfa comete el dicho adulterio! El pobre regresa al hogar tras haber limpiado cuidadosamente la escena del crimen…, pero no ¡Siempre habrá un mínimo detalle que delate la defección! “Es brujería”, dicen los adúlteros, pero no, es percepción, intuición inexplicable. ¿Será por eso que los rusos tienen mujeres a cargo de los sistemas de defensa antimisiles? Advierten cuando un enemigo piensa apretar el botón rojo.
Nosotros, los pocos y verdaderos machos de manada que hemos sobrevivido a esta lidia con estos seres pensados por Dios para hacernos perder nuestros beneficios edénicos y que tengamos que “ganar el pan con el sudor de la frente”, podemos deciros a vosotros, “hombres necios que acusáis/a la mujer sin razón,/sin ver que sois la ocasión/de lo mismo que culpáis.”, que os pongais en situación, porque con lucidez feroz, Sor Juana Inés de la Cruz, trazó la contradicción masculina frente a la mujer: la doble moral, la hipocresía y el miedo disfrazado de superioridad.
Porque os diré que, el supuesto macho -nada más que un pobre mortal de reflejos lentos-, necesita rebautizar lo que no entiende. Y entonces, “Bruja”, es el nombre con que designa a esa mujer que lo descifra, lo protege y, si hace falta, lo pulveriza con una sola mirada.
Lo que hay detrás no es desprecio, sino una sublimación dialéctica de la inferioridad masculina. Llamarla “bruja” no es sino una forma torpe de pedir perdón por no poder alcanzar su lucidez, su coraje o su misteriosa serenidad ante el dolor.
La “bruja” es la que sostiene el hogar cuando el héroe huye a fumar al patio o a empinarse algún placebo alcohólico con los amigos; la que presiente lo que va a pasar antes de que ocurra; la que no necesita manuales para entender que el amor es, sobre todo, paciencia y memoria.
Quizás el verdadero sortilegio sea ése: haber hecho creer al hombre que la palabra “bruja” lo deja a salvo de su propio desamparo.
Y mientras tanto, ella, “La Bruja”, sonríe sabiendo que el hechizo funciona: él todavía cree que manda. –