POR: ERNESTO BISCEGLIA – www.ernestobisceglia.com.ar
RESUMEN: El regreso de Juan Manuel Urtubey a la política salteña se presenta con la pompa de quien vuelve a rescatar una causa, pero sin el alma ni la convicción de quien alguna vez la encarnó. Habla de peronismo, pero su retorno carece de sentido social y de compromiso real con la justicia que dice defender. Durante doce años tuvo en sus manos la posibilidad de transformar la provincia y no lo hizo. Hoy intenta reescribir su historia desde el marketing político y la nostalgia, pero vuelve sin gloria, sin herederos y sin legado. Su discurso no es un proyecto de reconstrucción, sino el eco de una ambición inconclusa.
No todo regreso es un renacimiento: algunos son simples repeticiones de lo que ya fracasó. Algunos son apenas un intento tardío de resucitar un pasado que ya no emociona. Juan Manuel Urtubey vuelve a la política proclamando el retorno del peronismo “auténtico”, pero su regreso carece de alma peronista porque no tiene un fin social. No lo anima la justicia social ni la reparación de los olvidados, sino la vieja obsesión de poder que nunca supo disimular. Urtubey, no persigue el sueño colectivo de un Pueblo sino la ambición personal de llegar a la presidencia de la Nación.

Durante doce años tuvo en sus manos la oportunidad de transformar a Salta en una provincia moderna, equitativa, con desarrollo sustentable y verdadera inclusión. En lugar de eso, dejó una tierra agotada, con sus instituciones vaciadas, una clase política domesticada y un pueblo más pobre e ignorante. Hoy, después de casi veinte años, los salteños tienen la salud pública hipotecada y el conocimiento rayano en la ignorancia. Lo que hoy intenta presentar como un retorno redentor, en realidad es la prolongación de un ciclo que ya demostró su fracaso.
El falso ropaje del peronismo
Urtubey habla de reconstruir el peronismo, pero ¿qué peronismo? El de los discursos de ocasión, el de los símbolos huecos, el que se arrodilla ante el mercado y se olvida del Pueblo. Porque representar al “peronismo” kichnerista es tan aberrante como decir que La Libertad Avanza es un predicado político patriótico.
Su prédica no tiene sustento moral ni doctrinario. Su gestión fue la prueba de que la justicia social nunca figuró en su agenda. Su mirada siempre fue vertical, pero hacia los poderosos. Porque fue el gobierno de los iguales, unos más iguales que otros.
Basta repasar su propio libro de homenaje ovejuno a Juan Carlos Romero, “Sembrando Progreso”, para entender que su concepción de política es la continuidad del modelo que dice superar. En esas páginas elogia la gestión de su mentor, pero olvidó —quizás a propósito— las semillas en el camino. Urtubey no sembró progreso; sembró despojos, aridez política y enriquecimiento de amigos.
La herencia vacía
Su paso por la gobernación fue una larga puesta en escena, un proyecto sin sustancia. No dejó herederos políticos porque no dejó obra ni legado. Su modo de gobernar fue más personal y autocrático que político, más de administración de aparatos que de construcción de ideas. Por eso nadie puede hoy recoger su bandera: sencillamente, porque no la hay.
La suya fue una siembra de espejismos, de lealtades compradas, de silencios forzados. Gobernó rodeado de cortesanos, no de dirigentes. Y así, cuando se retiró, dejó un paisaje político y moral desolado.
La contradicción permanente
Ambiguo en su hacer, también lo fue —y lo es— en su decir. Alguna vez afirmó que durante el gobierno de Cristina Fernández “se habían robado hasta los ceniceros”. Ahora dice que “Cristina está injustamente presa”. Sus propias palabras lo condenan. No hay coherencia en su discurso porque su brújula no es la ideología sino la conveniencia.
Ese zigzagueo permanente no es error: es método. Urtubey ha hecho de la ambigüedad su estrategia, adaptando su verbo a cada escenario. Hoy se viste de crítico del pasado, mañana de su intérprete más fiel. Es el ejemplo excelso del sofista griego en tiempos posmodernos.
Un discurso fuera de lugar
El mensaje que propone para su regreso es inapropiado y hasta ingenuo. Habla como quien busca un cargo ejecutivo, cuando aspira a una banca legislativa. Desde el Senado nacional no podrá reparar rutas, ni hacer escuelas, ni llevar electricidad, ni hacer brotar agua. Lo único que podrá hacer es tejer el lobby político desde donde intenta rearmar su viejo sueño: ser presidente de la Nación.
Promete lo que sabe que no podrá cumplir. Habla de “volver para cambiar las cosas”, cuando fue él quien las dejó en ruinas. Su campaña suena más a prédica mesiánica que a propuesta política.
El mesías del norte
Hoy, Urtubey recorre los parajes del norte salteño donde la miseria duele en la piel. Allí donde la gente aún espera el agua prometida, la luz que nunca llegó, la escuela que no se levantó. Los pobres —con la fe que nace de la desesperación— le dicen: “Menos mal que vuelve”. Y él, revestido con la túnica del mesías posmoderno Prometeo que bajó del Olimpo para darle el fuego a los hombres, responde: “Vuelvo para parar todo esto”. El suyo es un stand up muy hilarante.
Pero si hoy están sin agua, sin electricidad, si los chicos se mueren de hambre y abandono, es precisamente porque durante el gobierno de ese mismo “mesías”, el dinero del Fondo de Reparación Histórica jamás llegó. Fue en su tiempo cuando se desvió el sueño de una Salta justa hacia la ceguera de la concentración del poder.
El destructor de partidos
Su legado más visible no está en las obras, sino en las ruinas políticas. Porque fue el arquitecto del desguace de los partidos salteños. Tentó con monedas a los Judas de la política: Miguel Nanni le vendió la Unión Cívica Radical y la destruyó. Hizo lo mismo con el Partido Renovador de Salta, a través de su servil Andrés Zottos, un verdadero “minus habens”. Y fue también el autor de la primera detonación del propio Partido Justicialista, corrompiendo a sus dirigentes.
Hoy, paradójicamente, pretende volver desde el PJ que él mismo ayudó a destruir. Desde esas cenizas, intenta reconstruir una representación que no representa a nadie. Su campaña carece de sustento político y de veracidad dialéctica.
Comunicación y seducción
Sin embargo, hay que reconocerlo: su campaña es excelente. En términos técnicos, visuales y semióticos, está construida con precisión quirúrgica. Maneja con habilidad el metamensaje que apunta al subconsciente del votante. Su carisma natural, su lenguaje corporal medido y su impostura estudiada completan la puesta en escena.
Pero la forma no reemplaza al fondo. Los números lo acompañarán, sí, porque los que están enfrente no supieron comunicar ni emocionar. No ganará por mérito propio, sino por la debilidad de sus adversarios.
Urtubey no persuade con ideas, sino con reflejos. Es un político de superficie: brilla, pero no ilumina.
El dios de los dos rostros
El regreso de Juan Manuel Urtubey no es un retorno de la esperanza, sino la reaparición de un doble rostro. No trae consigo un proyecto político, sino una ambición recalentada. Promete redención quien nunca conoció el sacrificio.
En el Senado no ocupará una banca el estadista que algunos imaginan, sino la moderna representación del dios Jano: aquel que tenía dos caras, una que miraba al pasado y otra al futuro, pero ninguna que mirara al Pueblo.
Urtubey vuelve, sí. Pero vuelve sin gloria, sin causa, sin verdad. Solo con el eco de su propio espejo. –
