¿Y ahora de qué se disfraza el Procurador?: Cuando la realidad desmiente a la soberbia judicial

POR: ERNESTO BISCEGLIA – www.ernestobisceglia.com.ar

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RESUMEN: La Justicia salteña atraviesa una crisis institucional sin precedentes. Lo que hace unas semanas fue descalificado como una “teoría conspiranoica”, hoy se presenta ante los ojos de todos como una tragedia real. La muerte del comisario Cordeyro no sólo interpela a los investigadores, sino que desnuda el deterioro ético de un Poder Judicial que parece haberse olvidado de su función sagrada: aquella de servir a la Verdad.

Estas líneas surgen de la indignación que provoca observar cómo el periodismo y la política manosean -literalmente- lo que a prima facie es un crimen nefando; los primeros vendiendo sensacionalismo en una macabra competencia por ver quién publica el dato más sensacionalista o escabroso. Pero NADIE, se ha detenido a pensar en las implicancias sociales, políticas e institucionales que esto conlleva. Los políticos por su parte, unos hacen silencio y otros aprovechan “la volada”, incluso con el escenario de fondo, para dispararle al actual gobierno y cacarear sobre huevos que no son suyos. Pero tampoco hay en esos discursos compromisos ciertos con la sociedad. 

A esta altura debiera estar preocupándonos a todos que se repita tanto un crimen como el escenario del mismo. Aderezado con casualidades como el incendio desatado en la zona donde se halló el cuerpo del occiso. Escuchamos declaraciones que rayan en el humor negro, cuando el fiscal a cargo señala: “Ha sido un operativo exitoso, pero lo encontramos muerto”. ¿Cuál es el éxito?

Para sumarle espuma a la tragedia, hace apenas unos días, el procurador de la Provincia, Pedro García Castiella, desestimaba con una sonrisa desdeñosa las advertencias del ex juez Abel Cornejo y del ahora fallecido “en extrañas circunstancias, diría el parte policial” comisario Vicente Cordeyro sobre el rumbo de ciertas investigaciones criminales. Las llamó “teorías conspiranoicas”. Hoy, uno de esos hombres —Cordeyro— está muerto, presumiblemente asesinado, y la pregunta que se impone es tan simple como brutal: ¿dónde está la conspiración? ¿En la denuncia o en los hechos que la confirman?

Estos luctuosos sucesos nos ponen a todos frente a una sola Verdad, aquella que nos sacude enseñándonos de la peor manera que tenemos la moral pública corrompida hasta los tuétanos, entendiendo por tal al sistema y nosotros somos parte del mismo. Somos todos los más responsables de este caos moral porque venimos avalando con silencio y con cada vez menos participación todo lo que sucede.

Nos viene a la memoria aquel pasaje de Antígona, de Sófocles, cuando el rey Creonte, cegado por su soberbia y su fe en la ley del Estado, desoye las advertencias de Antígona y del adivino Tiresias. Cuando finalmente comprende su error, ya es tarde: la realidad —la muerte— le ajusta cuentas, y en ese punto se escucha la voz que sentencia: “El orgullo, al fin, paga el precio de su ceguera; los dioses castigan a los soberbios.”

Es que este posible crimen, no sólo enluta a su familia y a sus compañeros policías; golpea de lleno el corazón del sistema judicial salteño, que hoy atraviesa su momento más oscuro. Por eso pensamos, alguien tiene que decirlo públicamente: ¡Señores jueces, el Pueblo ya no les cree! … o les cree muy poquito.

Hay soberbia judicial, si; porque entre vuestros muros hay mucha Curia y poca Verdad; hay muchos códigos pero poca humildad de corazón. Y vosotros que gustáis de frecuentar las misas catedralicias, acordaos del discurso político del Cristo: “Bienaventurados los humildes de corazón, porque ellos poseeran el Reino de los Cielos” (Mt 5:3-5,) Si, entre vuestros muros hay mucho Opus Dei y muy poca pastoral. Si os duele leerlo, ¡tened por cierto que más duele decirlo!

Porque, señores magistrados, en este punto al que hemos llegado, lo que está en juego no es sólo la resolución de un caso policial, sino la credibilidad de la Justicia. Hoy entregamos a la tierra otro cuerpo, pero las palas que cavan ese hoyo, son las mismas que están socavando vuestros cimientos.

El Pueblo pide transparencia (¡Qué iluso el Pueblo! ¿verdad?). Porque si no hay resultados, si el Poder Judicial vuelve a refugiarse en el corporativismo y en el desprecio por el ciudadano común, lo que se derrumba no es una persona, porque al fin de cuentas un procurador se cambia, un jury soluciona el problema con un juez, ¡es la legitimidad de un  Poder del Estado la que se pone en riesgo!

Y cuando uno de los tres Poderes cae en el descrédito, la democracia se resiente, pierde equilibrio, y el Pueblo se queda sin refugio. Así es como terminamos en los setenta.

El procurador, García Castiella tiene hoy un desafío que no puede eludir: o la verdad prevalece y el crimen se esclarece, o será inevitable que deba asumir su responsabilidad moral y política. Pero cuidado, si ocurriera lo segundo, su caída arrastraría tras de si a un sector de la política. En cualquier otro país serio, un procurador que llamó “paranoico” al hombre que luego apareció muerto, renunciaría por honor, aunque parece que en muchos casos esta última es una categoría olvidada ya.

La sociedad salteña asiste con estupor a este escenario. Y es natural: porque la falta de Justicia no sólo indigna, también enferma el alma colectiva. En los años setenta, la frustración y la impunidad abrieron el camino a la violencia política. Hoy, la indiferencia institucional corre el riesgo de abrir otro abismo. Como en las tragedias de Sófocles, la soberbia del poder no se enfrenta con sus enemigos, sino con la realidad, que siempre exige justicia.

La historia enseña que cuando la justicia calla, la violencia habla. Y su lenguaje no tiene leyes.

Por eso, más allá del dolor y la indignación, este crimen representa una oportunidad para todos, para la Justicia, para el Poder Político, para la Policía misma, la de demostrar si todavía hay jueces valientes, fiscales honestos y una Procuración capaz de mirar de frente a la Verdad.

Es el momento de demostrar que la majestad de la Justicia no está tan vapuleada y que los magistrados se aposentan en sillones y no en tronos. Nos alcanzan en este instante a nuestros oídos los sones de aquella ópera extraordinaria de Mozart –Don Giovanni-, donde la arrogancia es castigada cuando el protagonista, Don Giovanni, se burla de toda norma moral y divina hasta que la estatua del Comendador —símbolo de la realidad trascendente— cobra vida y lo arrastra al infierno.

Ese final es casi una musicalización perfecta de nuestra realidad encarnada que ajusta cuentas con la negación. La hora impone luz, de lo contrario, el disfraz de la autoridad se caerá, y lo que quedará al descubierto será una Justicia desnuda ante su propio fracaso. –