POR: REDACCIÓN – www.ernestobisceglia.com.ar
Cada 10 de septiembre, el mundo vuelve la mirada hacia una herida silenciosa que atraviesa culturas, generaciones y clases sociales: el suicidio. La Organización Mundial de la Salud recuerda que cada año más de 700.000 personas en el planeta deciden quitarse la vida. Detrás de esa cifra devastadora no hay números, hay historias truncas, familias desgarradas y comunidades que a menudo no encuentran respuestas.
Hablar del suicidio es todavía un tabú. Muchas veces se lo esconde, se lo niega o se lo banaliza. Sin embargo, callar nunca ha salvado vidas: lo que salva es abrir el diálogo, fortalecer la escucha, generar redes de contención y garantizar el acceso a la salud mental como un derecho humano básico.
En Argentina, el tema cobra una dimensión particular. Las estadísticas muestran un aumento preocupante en adolescentes y jóvenes, sectores especialmente vulnerables a la desesperanza, la exclusión social y la falta de oportunidades. La soledad, la presión social, el acoso, las adicciones y la desigualdad suelen ser los escenarios donde germina el dolor que, si no es acompañado, se convierte en tragedia.
El Día Mundial de la Prevención del Suicidio nos interpela a todos: al Estado, que debe generar políticas públicas concretas y sostenidas; a las instituciones educativas y sanitarias, que necesitan programas de prevención y detección temprana; a los medios de comunicación, que tienen la responsabilidad ética de tratar el tema con respeto, sin morbo ni sensacionalismo; y a cada ciudadano, que puede ser ese oído atento y esa voz de apoyo que alguien necesita para no rendirse.
La prevención del suicidio no es sólo una cuestión médica. Es también un compromiso social y cultural. Es construir una sociedad más empática, más justa, menos indiferente. Porque, en definitiva, cada vida importa, y cada persona tiene derecho a la esperanza. –