POR: ERNESTO BISCEGLIA – www.ernestobisceglia.com.ar
Nuestra generación, la que vino a la vida entre fines de los 50 y principios de los ’70 del siglo pasado, constituimos la bisagra de un tiempo donde la República Argentina perdió el rumbo de su destino. Disfrutamos de los últimos años de un país organizado, con familias bien constituidas, con un sistema de seguridad don la dignidad personal y el respeto por el otro, eran valores sociales cotizados. Éramos un país donde la política era una herramienta para el progreso porque estaba respaldad por ideas y sobre todo por una dirigencia bastante decente.

Fuimos esa generación formada en valores y en ideas, donde la maestra era la “segunda madre”, en una escuela que realmente era “el segundo hogar”. La escuela nos instruía y fijaba lo que la familia nos había enseñado. Ahora se pretende que la escuela forme e instruya. ¿Cómo podría hacerlo con docentes sin vocación y sobre todo sin formación? Pero más grave aún, con las familias destruidas.
Venimos de un tiempo donde las maestras, ya en un establecimiento privado, ya en uno público, dejaban el alma en el aula. Llevaban a los más rezagados (mi caso) a la casa a la tarde para apoyarnos en lo que estábamos flojos (especialmente matemáticas…) ¡Y gratis! No cobraban ese servicio adicional.
El secundario también era de excelencia. En Salta, el Colegio Nacional, tuvo profesores cuyos nombres están en las calles y en algunos monumentos. Se educaba para la Libertad, para el Progreso y para el Liderazgo, no para el gobierno.
Pero un día, todo eso cambió. La educación dejó de ser inversión y pasó a ser un gasto público, y por lo tanto, había que recortarlo. La formación docente se desvirtuó y el Magisterio dejó de ser una vocación para convertirse en una salida laboral rápida. La pasión por la enseñanza se perdió diluida por la necesidad de cobrar a fin de mes.
La carrera docente se desarticuló y la docencia que se contaba entre las profesiones más respetadas de la sociedad, pasó a ser no muy distinta de un obrero fabril o un peón rural, con la dignidad que tienen estos dos últimos rubros. Mi padre, fue un trabajador que deshojó su vida en una bicicleta.
¿Por qué no hemos progresado? Porque una clase dirigente formada por un trípode intrínsecamente maligno: la oligarquía, el ala liberal del Ejército (No así el sector nacional y patriótico que fue perseguido por sus propios camaradas) y la Iglesia Católica. A estas corporaciones, cuya presencia ya la encontramos en los albores del Movimiento de Mayo de 1810, le resultaba inconveniente un pueblo culto, pensante y Libre.
La universidad era privilegio de la oligarquía hasta la Reforma de 1918, impulsada por la Unión Cívica Radical, que abrió sus puertas a hijos de obreros, peones y clase media, instaurando el cogobierno y el pensamiento libre. Pero esto, sumado a las reformas sociales de Yrigoyen, no convenía al régimen. Así, un salteño, José Félix Uriburu, inauguró la triste saga de golpes a gobiernos democráticos.
Las reformas educativas de Perón corrieron igual destino en 1955. Y los mismos traidores a la Patria repitieron la maniobra en 1958 y 1963 contra Frondizi e Illia, hasta que Onganía dio el golpe de gracia a la universidad de excelencia con la “Noche de los Bastones Largos”, en 1969.
En esos días, el ministro de educación del régimen, declaraba: “Entre un universitario y un obrero, yo prefiero un obrero, porque este último tiene sueños, fantasías…”. De esa generación de intelectuales que tuvo que exiliarse salió, César Milstein, premio Nobel en Medicina.
Desde entonces hasta hoy, los gobiernos exaltan la educación pública mientras con sus políticas la destruyen. La han reducido al punto de que los ciudadanos ya ni votan, porque perdieron el sentido cívico. La historia fue mutilada en bandos de “buenos” y “malos” según miserables criterios ideológicos. De aquel docente que Belgrano consideraba digno de la máxima autoridad y salario de ministro, hemos pasado a maestros que deambulan por las calles implorando un mendrugo para subsistir.
Porque el Estado abandonó la educación. Porque ni a la política ni al catolicismo les conviene que el Pueblo piense: un Pueblo ilustrado no votaría estos esperpentos ni llenaría templos, sabiendo que Dios habita en el corazón y no en mármol o madera.
Un Pueblo que sueña propone líderes, no consume utilería política. Pero al destruirnos la educación nos han robado los sueños de ser Nación. Belgrano lo dijo: “Sin educación, en balde es cansarnos. Nunca seremos más de lo que somos”. Sin educación no hay sueños; sin sueños, no hay país. ¿Qué razones daremos a la posteridad?
La ignorancia en que navegamos no es casual ni espontánea: es un plan. Un proyecto minucioso y perverso que busca domesticar la inteligencia crítica, neutralizar la rebeldía del pensamiento y reducirnos a consumidores obedientes de un relato que ni siquiera llega a mediocre. Hoy, mientras destruyen la escuela pública, dinamitan la universidad y mercantilizan el conocimiento, la agnatología se convierte en la herramienta más feroz del poder: fabricar ciudadanos dóciles, analfabetos funcionales, incapaces de pensar por sí mismos.
Pero no todo está perdido. La historia argentina, marcada por Sarmiento, por la Reforma Universitaria, por generaciones de maestros que hicieron de la tiza y el pizarrón un fusil de dignidad, nos recuerda que siempre hubo quienes no se resignaron.
Desde esta humilde trinchera, con la palabra como única arma, seguiremos gritando contra la mentira organizada, porque la prensa libre y la libertad de expresarnos son hoy —más que nunca— la última línea de defensa frente a la barbarie. –