POR: ERNESTO BISCEGLIA – www.ernestobisceglia.com
Hemos celebrado 40 años de democracia recuperada. Un aniversario con sabor a poco, a muy poco, porque poco o nada nos queda de democracia, apenas la simulación del acto de votar y cada vez menos gente entusiasmada por el sufragio. El panorama, es lamentable.

En los hechos, sólo cumplimos un rito tan vacío como ir a misa, donde se repiten fórmulas que no cambian la realidad de nadie. Sin partidos políticos, sin militancia, luego, sin dirigencia. Dicen “Nosotros, los dirigentes” ¿qué dirigentes? Si no dirigen a nadie. Las listas se arman en cenáculos privados y a dedo, por eso resultan que son los mismos personajes de hace veinte o treinta años.
Pero hay algo todavía peor, junto a lo anterior, esa “dirigencia”, ha perdido todo atisbo de ética y de moral. Y la ciudadanía va camino de que la anomia se convierta en la pandemia cívica que termine con la vida del cuerpo orgánico social. Si ya no respetamos el sufragio, luego, seguirá todo el corpus jurídico. De hecho, los gobernantes ya no respetan a la Constitución Nacional ni a las Cartas Magnas provinciales que se modifican como quien se confecciona un traje a medida.
1983, cuando la democracia tenía ética
Durante estas cuatro décadas, el escándalo y la corrupción se han institucionalizado, mientras que en la mente de la sociedad parece ya esta normalizado que esto sea así. Y aquí hallamos la diferencia, precisamente; en la ética con que cada presidencia eligió enfrentar las denuncias de corrupción.
En estas horas en que los escándalos por presuntos hechos de corrupción recorren la columna vertebral del gobierno nacional, nos viene a la memoria aquel episodio cuando el entonces presidente, el Dr. Raúl Ricardo Alfonsín, asistía a una misa en la capilla castrense, Stella Maris, y el obispo oficiante, hizo alusión a posibles hechos de corrupción en su gobierno. Sin hesitar, el presidente, Alfonsín, al final del oficio, en un hecho tan insólito como inédito, pidió permiso para hacer uso de la palabra desde el mismo púlpito,y expresó que si se había hablado corrupción delante del presidente, es porque «alguien sabe algo que el presidente desconoce», e invitó -desafió- a que quien supiera de la comisión de algún delito, lo denunciara.
Aquel, fue un gesto de valentía cívica, pero sobre todo, fue un gesto que exaltaba la ética del Primer Mandatario y de la política. Nunca más, nadie volvió a obrar así. Por el contrario, sus sucesores inauguraron el bochornoso tiempo en que los funcionarios que saqueaban al Estado, mostraban orgullosos sus botines obtenidos.
2025, cuando la coima se institucionaliza desde el poder
En los días presentes, no sólo se habla de cohecho, sino, que ¡Hasta el mismo presidente de la Nación está acusado de cometerlo!. Es la primera vez que el presidente es acusado de estafa ante tribunales internacionales, y ahora, cuando las sombras de las coimas cubren de sospechas a su hermana y a los principales funcionarios, se buscan culpables externos,se desvían responsabilidades, se culpa a «la casta», a los «kukas» (otra secta de malandras y hampones). Silencio, una «omertá a la criolla» y la victimización se convierten en el lenguaje oficial.
O Tempora, O mores!
La frase de Cicerón, es la definición más acabada de la tragedia cívica y política que vivimos. Desde los tiempos de Carlos Menem, la palabra «corrupción» se ha institucionalizado en el diccionario politico argentino, hasta el punto de ser disculpada por la plebe: «Roban, pero hacen». En estos días, pareciera que roban, pero ni siquiera hacen.
Habíamos votado otra cosa. Votamos a, Javier Milei, para que esa palabra desapareciera de los diarios y del lenguaje cotidiano. Pero hoy, se pronuncial casi a diario, recorre los pasillos del poder. Cada vez más se denuncian coimas, negociados y favoritismos en la Casa Rosada, en las provincias, en los municipios. Pareciera que la «clase política» ha ingresado en la práctica de jugar una perinola infame: «Toma todo».
Por este camino no vamos a ninguna parte
Estamos degradados como país. La historia nos grita en la cara esa realidad cuando nos muestra a ese Alfonsín que comprendía que la democracia debía ejercerse a plena luz, aun cuando la situación pudiera incomodarlo personal y públicamente.
Hoy, la reacción presidencial es distinta. El presidente, señala culpables externos, insulta al público desde la camioneta en la que hace campana, dice ante los periodistas que «A mi hermana le dicen pastelera, por eso les va a llenar de crema el…». Manda a un energúmeno y troglodita como, José Luis Esper, a prometer cárcel y bala, y habla de enviar todo a la justicia, cuando la justicia ya está trabajando.
En definitiva, la cuestión no transita en la existencia o no de negociados, sino en la forma en que el presidente asume el deber de dar explicaciones. Porque la ética no se mide en la ausencia de sospechas, sino en la transparencia con la que se las enfrenta.
Alfonsín, con todos sus errores, mostró que la dignidad y la honradez de los procedimientos importan más que el cálculo político. Milei, en cambio, deja la sensación de que la ética es un accesorio descartable, que la denuncia molesta más que la corrupción en sí, y que la palabra presidencial se usa para atacar enemigos antes que para esclarecer verdades.
La Argentina no necesita un presidente que grite más fuerte que sus críticos, sino uno que hable con la verdad frente a ellos. Esa es la diferencia entre la ética y la simulación.