¿Debemos volver a creer en dragones? El fuego sagrado y la Masonería como morada del mito, la ciencia y la libertad (PARTE I)

POR ERNESTO BISCEGLIA – www.ernestobisceglia.com.ar

La meditación de los Evangelios debiera formar parte del tiempo de los inteligentes. Las personas ganarían en humildad y providencia, particularmente aquellos que se hacen llamar políticos, que hoy sólo conforman una cáfila de comerciantes de oportunidades. Porque ya no hay políticos, sólo traficantes de la fe pública ya que al no existir partidos políticos ni militancia, los ciudadanos no eligen, optan y legitiman aquello que los inescrupulosos del poder han pergeñado para continuar expoliando al Estado.

En la Grecia antigua, lo más honroso que había era servir a la Polis (la Ciudad), y por ende, político, era aquel “ciudadano que se preocupaba por las cosas de la Polis”. Si por caso, vosotros, generosos lectores halláis uno de estos en nuestros días, presentádmelo antes de que yo termine como el Diógenes de Sinope (412 y 323 a.C.), hurgando en pleno día por los rincones con una lámpara buscando a “un hombre bueno”.

Pero, retornemos a los Evangelios, que como diría San Agustín, deberíamos todos leerlos por lo menos tres veces en la vida; claro que no me extenderé en explicaros por qué, más solamente, tomemos como punto de partida de nuestra reflexión esta frase de Jesús: «De cierto os digo, que si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos.» (Mt. 18, 3).

No es motivo de esta “quaestio” pontificar sobre conceptos que son terreno de los tonsurados y el púlpito, sino extraer el concepto de inocencia que es propio de los niños y que subyace en la frase del Galileo. Hemos perdido toda inocencia. Y al perder la inocencia, hemos perdido la Libertad. Y por el camino que vamos, hemos de perder también la Vida.

Sólo para Iniciados

Reconozco, amables lectores que tenéis la bondad de adentraros en estas líneas, que el tema no es apropiado ni para gobernantes, ni políticos ni mucho menos palurdos. Pero recordemos que hubo un tiempo en los hombres creían en dragones. Obviamente, no decimos aquí de aquellos seres alados que exhalan fuego y nutren la conciencia de los infantes, sino de las convicciones profundas en tiempos en que el mundo –el hombre- explicaba la realidad a través de los mitos.

¿Qué diferencia existe entre el caos primordial griego y el prólogo del Evangelio de San Juan? El caos griego conjugaba a Hera con Zeus en un “connubio” que daría por resultado a los hombres, mientras el relato joánico dice “Al principio era el principio era el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios.” (Jn. 1,1) Y me pregunto, entonces, ¿qué diferencia existe entre aquel mito griego y la Palabra de Juan, si luego de más de dos mil años la humanidad no ha comprendido nada? Danzamos al filo de la extinción atómica mientras a la vez, buscamos la explicación racional del “Big-Bang”, y celebramos que la ciencia halló por fin el Bosón de Higgs y ahora vamos por la antimateria. Pero…, ¿Qué clase de humanidad tenemos que mata por retazos de tierra y por poder? Si ambos son nada en la cuantificación inimaginable del Universo y del Tiempo: “Sic transit gloria mundi”.

Luego, el dragón, no era sólo aquel monstruo: era la representación del caos primordial que debía ser enfrentado con coraje, sabiduría y sentido del destino. El héroe que se atrevía a mirarlo a los ojos, aunque temblara, era también el que podía renacer de las cenizas de su propia cobardía. ¡He aquí uno de los asuntos más profundos del psicoanálisis!

Podríamos decir que la supervivencia del mito de los dragones (debo repetir la advertencia del sentido figurado del texto resumido en esta metáfora), mantuvo a la humanidad en cierto estado de inocencia y de esperanza. Inocencia porque racionalmente la existencia de esos monstruos era imposible, y de inocencia, porque subyacía la esperanza de vencerlos. Es decir, la vida –el dragón- y el triunfo –la esperanza-, ambos eran posibles. Duros de alcanzar, pero posibles.

Mas, llegó la Modernidad, con sus relojes, sus manuales y sus estadísticas, y nos convenció de que no había dragones. Que todo podía ser explicado, clasificado, resuelto por algoritmos. Cambiamos la espada por la planilla de Excel, el mito por el meme, el rito por el trámite. Y lo peor de todo, a cambio de ese confort tecnológico entregamos la inocencia y la esperanza. Dejamos de ser “como niños” y así la humanidad lacerada y jadeante de nuestra actualidad se encamina hacia el abismo de la nada. El nihilismo es el causante de los suicidios que cada día afectan a los más jóvenes, como bien lo desarrollara, Émile Durkheim.

Durkheim, precisamente, desarrolló otro concepto que se enlaza con nuestro desarrollo, aquel de la anomia, esto es, la ausencia o quiebre de normas que regulan el comportamiento, y que según Durkheim, suele surgir en períodos de crisis económicas o grandes transformaciones sociales, cuando los individuos ya no encuentran referentes claros para guiar su vida.

Como se puede extraer a modo de primera conclusión, al matar a los dragones, hemos perdido la candidez de niños, y hemos convertido la realidad en una calesa donde giramos subiendo y bajando, no sobre caballos y porcinos, sino sobre angustias, dolores, muertes y desesperanza. Acaso ¿una metáfora de la vida como calesita absurda?  O ¿Cómo un desfile tragicómico?

Una sensación de pérdida de sentido generalizada nos gobierna. Como dice un autor “Nos enfermamos de literalidad, de inmediatez, de utilitarismo. El alma no cabe en los números. El dolor no se cura con likes. Y la esperanza no se enciende con slogans.”

Por eso, hoy más que nunca debemos volver a los mitos, a los Evangelios, al catecismo laico de la esperanza como hilo conductor de la vida como una necesidad de supervivencia espiritual. Cuando niños, los mayores nos contaban un cuento para calmar la ansiedad de la noche; hoy necesitamos una narrativa que nos devuelva el sentido de la vida, que nos sacuda el aturdimiento de la tecnología y nos recuerde que el ser humano no vino al mundo sólo a consumir, a obedecer o a simular. ¡Vino a vivir! ¡Vino a ser libre!

Creer en dragones es volver a creer en la lucha interior, en el valor de enfrentar nuestros miedos más hondos. Es recuperar el arte de la transformación. Es recordar que toda oscuridad encierra la posibilidad de la luz. Es entender que cada época necesita sus propios héroes… incluso esta.

Necesitamos volver a que esos héroes sean el papá o la mamá; necesitamos recuperar a los abuelos…, necesitamos del cobijo de la familia que nos defienda de los dragones. Porque no tiene sentido volver a creer en dragones si carecemos de castillos habitados por caballeros dispuestos a enfrentarlos.

Y tal vez por eso –y a modo de adelanto de la Segunda Parte-, sea necesario decir en esta hora oscura donde los mitos se desvanecen y la razón se vuelve cómplice del mercado, que convenga volver la mirada hacia aquellos espacios donde aún se cultiva el fuego sagrado de la libertad, el respeto mutuo y el pensamiento libre, como ha sido históricamente por cierto uno de ellos, la Masonería. Anticipemos asimismo, que no se trata de una apología de la Orden, sino de la consideración de su filosofía última y su evangelio de la tolerancia y el respeto al otro, tanto como igual como distinto. ¿Y por qué la Masonería? Preguntará el ultramontano. Y diremos, porque Dios «No habita en templos de piedra ni de madera, sino en el corazón de los hombres. Quiebra una rama y allí estaré. Levanta una piedra y allí me encontrarás». Se trata, de elevar nuestro prensamiento a niveles de un Giordano Bruno o un Spinoza, para comprender que Dios, «Alfa y Omega», es mucho más que el poder, que la gloria, que el dinero y el hedonismo.

En el epílogo de esta primera parte, la pregunta sería ¿Cuándo fue la última vez que nos animamos a ingresar en la cueva donde habita el dragón?