POR ERNESTO BISCEGLIA – www.ernestobisceglia.com.ar
La foto de la portada fue publicada hace unos días en Facebook, tomada de algún relato del investigador, Juan Wayar, y la escena disparó inmediatamente recuerdos guardados en la memoria, alojados en el arcón de la conciencia donde se guardan las cosas preciosas de la infancia.
La historia dispuso que creciera en una casa cuyos fondos daban al Convento San Bernardo, sitio teñido de misterio para nosotros, pequeñuelos lúcidos, audaces y siempre azuzados por develar ese halo de misterio que cubría a ese corral de monjas de cual nadie sabía nada. Incluso morir, allí era un secreto. Los aledaños nos enterábamos del fallecimiento de alguna religiosa por el lúgubre tañido de la campana que tocaba “a muerto”. De hecho, en la actualidad, esa campana, continúa rigiendo esas vidas monacales según el rito de las horas canónicas: Maitines, Laudes, Tercia, Angelus, Nona, Vísperas y Completas.
Don Moya, un hombre enjuto, cano, ya entonces de avanzada edad, era el encargado de hacer tañer aquella campaña, que en las noches, encaramados en un tanque de agua, le disparábamos con un rifle para hacerla sonar a la medianoche, alimentando la ilusión de que “algún fantasma” fuera el responsable. Al lado de la campana, un nicho guarda la imagen de Santa Teresa, cuyo vidrio está protegido por un alambre nido de abeja. La mira telescópica nos mostraba –que todavía están allí-, los impactos de las balas en el dicho vidrio. Infancia sana, era la nuestra. No como ahora que se dedican impiadosamente a perder el tiempo sumergidos en una pantalla.
La guardiana del Convento, era “La Guillermina”, una mujer de avanzada edad, siempre con rodete, vestida de tonos grises y con una expresión en el rostro que haría que la bruja mala del bosque de “Blancanieves”, fuera “Miss Simpatía”. La Guillermina, vivía en la casa que está inmediatamente contigua al gran portal, ícono de Salta, que perteneciera a la finca de doña Lorenza de la Cámara, entregado como dote al monasterio por el ingreso de una hija. Tallado por los aborígenes hacia los inicios del 1700.
La Guillermina, iniciaba sus jornadas marchando –propiamente, es el término-, desde su casa hacia el templo, portando en la mano derecha sendas llaves de unos 30 centímetros más o menos, de grueso hierro negro, con las que abría el dicho portal y la puerta del templo. Preparaba todo para la misa de las 8 de la mañana, recogía la limosna y hacía otros menesteres, entre los que se contaba el de corrernos blandiendo esa llave, a nosotros, inocentes criaturas que le tocábamos la puerta y salíamos en huida. Una venganza a su continuo asedio para impedirnos andar en bicicleta y pasear con los perros por el atrio: “La madre superiora no quiere ver niños jugando”, decía a nuestros padres a la hora del reclamo. En nuestra inocencia y candidez, propia de querubines de familias católicas, no sabíamos que le molestaba que prendiéramos un petardo “Miguelito” en su puerta a la medianoche, por ejemplo. Mucho menos que le fastidiaba el agujero que le dejaba en la puerta. ¡Qué va a saber uno de esas cosas cuando apenas es un párvulo!
En cierta ocasión, ya mayor, visitaba una exposición de fotografías de Salta en la Casa de Salta en Buenos Aires, cuando ¡Oh, sorpresa!, había una foto de “La Guillermina”, tomada por un fotógrafo, alguna mañana cuando iba con las llaves en las manos. Misceláneas de la historia.
Güemes, Juana Azurduy y Pío Tristán
Promediaría mi humilde persona los ocho o nueve años, cuando un día, en la esquina del Convento, un movimiento infrecuente nos llamó la atención. Camiones de los cuales bajaban bártulos, armas, uniformes, sillas, reflectores, cámaras… Y al comando de todo aquel pandemónium, un hombre de estatura mediana, lentes de grueso marco negro y calvicie pronunciada: era Leopoldo Torre Nilson, aquel célebre director de cine argentno.
Se iniciaba la filmación de “La Tierra en Armas”, en mi criterio, la mejor película lograda hasta ahora sobre Martin Miguel de Güemes y la Guerra Gaucha. La memoria conserva todos los detalles del “back stage” de aquel film. La filmación se convirtió, obviamente, en la atracción de las tardes. Nos pasábamos hasta más allá de la medianoche, absortos, viendo ejércitos, disparos, caballos, armas. Y a Torre Nilson, sentado en la esquina de Caseros y Santa Fe, dirigiendo todo.

Llevo imágenes muy nítidas en la memoria; como la escena en la que Güemes (Alfredo Alcón), condecora a Juana Azurduy de Padilla (Mercedes Sosa). Cuando la partida realista dispara la noche de la traición sobre Güemes, una toma repetida varias veces donde los realistas formaban sobre la vereda del asilo San Vicente de Paul, y Güemes, salía de la casa de Macacha (La casa de La Guillermina). La escena donde Güemes ingresa a la ciudad mirando hacia las casas, tomado desde abajo, donde no va montado en caballo, sino de pie en un jeep, por el corredor del Convento. Y así tantas otras.

Pero la escena que más clara guarda mi memoria, eran los momentos del descanso, cuando Güemes, Macacha (Norma Aleandro), Mercedes Sosa y algún otro que no recuerdo, se reunían en la puerta de la casa donde hoy funciona un café frente al Convento, a conversar vaya a saber de qué. Y mientras Alcón, fumaba un cigarrillo, apoyaba su mano izquierda en mi hombro, y los otros compinches mirábamos la escena desde abajo. Obviamente, más allá de saber que se filmaba una película, no entendíamos más nada. Ni sabíamos, obviamente, que estábamos frente a los más grandes de la escena nacional.
Con los años, al menos en mi caso, la historia sería una materia de estudio y de investigación, particularmente la Guerra Gaucha, lo que hoy, a los años, más allá de la nostalgia de esos recuerdos, me permite afirmar que aquella fue una película filmada con tal rigor histórico, que yo usaría cortes de la misma para mis conferencias en el Colegio Militar de la Nación, y alguna que otra conferencia que me invitaran a dar por allí; en ocasiones, en algún pueblo de esos abandonados de la mano de Dios y de quien lo “gobierna”.
Como diría mi padre: “Las vueltas de la vida”…