POR ERNESTO BISCEGLIA – www.ernestobisceglia.com.ar
El 3 de julio, representa una fecha insigne para la República. Ese día pasó a la inmortalidad, Don Juan Hipólito del Sagrado Corazón de Jesús Yrigoyen, el primer líder popular -no populista- del país. El hombre que libró luchas dialécticas y armadas por defender el establecimiento de los primeros derechos de los trabajadores y de los argentinos en general. Hasta Leandro N. Alem y Don Hipólito, este era un país dirigido por una oligarquía terrateniente, de carácter cipayo y en contubernio con los sicarios locales de la Santa Sede y el Foreing Office. En esa Argentina, el pueblo no tenía oportunidades.
De allí que sea tan profunda la diferencia con el posterior peronismo que fue populista y hasta demagogo. La Unión Cívica Radical, practicó el rito secular del civismo, la cultura y la organización institucional donde la Constitución Nacional era la Biblia laica de esa maravillosa religión que es la participación cívica.
Por eso, cada 3 de julio, la historia argentina se detiene un instante, se quita el sombrero, y en voz baja pronuncia su nombre: ¡Hipólito Yrigoyen!.
A diferencia de lo que vino luego, Don Hipólito, no fue un caudillo estridente, dado a las grandes paradas populistas y mucho menos al culto del personalismo. Era el hombre de los silencios y la prudencia, del pensamiento y las decisiones estratégicas. Pero, sobre todo, fue el ejemplo de la decencia política. Don Hipólito, no era de los radicales, era de todo el Pueblo argentino.
Con su andar silencioso, de paso cansino y un espíritu inclaudicable, lideró la primera gran revolución democrática del país. Se fue de su primera presidencia por la puerta grande, cumpliendo el ciclo que reclama la Constitución. Y regresó pedido por su Pueblo. Pero sus reformas sociales afectaban los intereses de la oligarquía travestida y traidora, y fue echado por una felonía urdida que lideró un salteño cuyo nombre hoy nos cubre de vergüenza: José Félix -Von Pepe- Uriburu. Un miserable que mancilló el uniforme nacional.
Austero, incorruptible, místico y rebelde, jamás pudieron culparlo de ningún delito, simplemente, porque no había cometido ninguno. La prensa, instigadora y cómplice de los intereses foráneos lo ridiculizaba en caricaturas aludiendo al su carácter huraño como “El Peludo”.
Pero “El Peludo”, fue bastante más que un presidente: fue una concepción moral del poder. Su legado no cabe en la aritmética electoral ni en el mármol de las estatuas, sino en los sueños emancipadores de un Pueblo que, gracias a él, supo que la soberanía no era propiedad de las oligarquías, sino un derecho inalienable de la ciudadanía. Por eso, la figura de Don Hipólito, adquiere la estatura de los “Vir Illustris”, griegos o romanos.
Fundó la Unión Cívica Radical, pero su afán no estaba orientando a la administración sino enderezado a la reparación de las injusticias sociales. Fue el primer presidente electo por la Ley Sáenz Peña y llegó votado por el Pueblo, sin ayuda del capital ni de los privilegios. Lo votaron los obreros, los peones, los trabajadores, los estudiantes, todos los postergados de la Patria.
Sus postulados fueron claros, nacionalización del petróleo, laicismo a ultranza, derechos sociales. Comprendió la importancia de la universidad abierta para todos y produjo aquella gesta educativa enorme: la Reforma Universitaria de 1918. Y detrás de todo, una ética que no claudicó jamás.
Fue un hombre íntegro, a quien nunca se le pudo señalar por haber pactado con algún sector del poder, ni con la prensa ni tampoco -mucho menos- con los sectores católicos. En su intransigencia se gestó su caída porque fue el gran enemigo de Imperio Británico. Lo voltearon porque era incorruptible, su palabra no era negociable. Y sobre todo, porque era peligroso, porque representaba en el poder el sueño de esa Argentina digna, libre y soberana.
Como todos los grandes hombres de la historia, murió en la pobreza. Cuando saquearon su departamento de la calle Brandsen, no hallaron fortunas ni dólares acumulados. Apenas su cama, su mesa de luz con algunos libros y un ropero habitado por un traje gastado. No tuvo ambiciones personales más que la de encender la tea de la República, de la participación cívica, del pensamiento laico, de liderar una Administración con igualdad para todos y sin repartos de cargos a los amigos.
Recordar a Don Hipólito Yrigoyen, es más que un homenaje o un réquiem cívico; es un acto de revaloración de la ética, de la honestidad de los procedimientos, de la Verdad y de la Patria. Esa Patria que sigue siendo la gran quimera de los argentinos. Recordarlo, es un acto de rebelión ante la resignación.
Es encender “carbones en la frente” -como diría San Pablo-, de los que han vendido el país, de los que hoy, venden sus principios por un cargo, de los que callan ante el estrago de la República y de los que miran para otro lado cuando los gobiernos llevan a los cargos públicos a los mediocres, a los simuladores y a los militantes del cohecho institucionalizado.
A pesar de la destrucción de la Unión Cívica Radical que han practicado los hombres venales, arrastrados e infames, todavía subsiste ese espíritu de lucha contra la injusticia, contra la manipulación del sufragio, contra la entrega de la soberanía.
Si…, aunque no se lo note, Don Hipólito Yrigoyen, todavía continúa caminando entre nosotros en cada argentino decente. –