Por Ernesto Bisceglia – www.ernestobisceglia.com.ar
Como título para una nota, es horrendo. Literalmente, traspone los límites de la convivencia porque resulta un llamado explícito a la violencia social. Es un título deplorable, que merecería ser denunciado lo mismo que su autor por incitación a la violencia -repito- y además, condenado por todo el periodismo ya que este magno oficio lejos debe estar de convertirse en el folleto de una persecución. Sin embargo, he de preguntarme… ¿Por qué la sociedad le admite mansamente al presidente, Javier Milei, el uso de estos adjetivos y no reacciona ante sus diarios arranques de odios contra quienes no piensan como él?
No este título una arenga rosista del siglo XIX. Es la paráfrasis brutalmente actual de lo que es el tono presidencial. En los últimos discursos públicos de esta semana, el presidente Milei no sólo ha insistido en descalificar a la oposición con términos como “inmundos”, “orcos”, “delincuentes”, “corruptos” y “parásitos”, sino que ya ha institucionalizado la violencia verbal como modo de ejercer la palabra desde el poder. Es necesario revertir el grito rosista para exponer el autoritarismo discursivo actual, disfrazado de liberalismo.
Asistimos a una degradación nunca antes vista de la palabra presidencial. El que debería ser garante de la unidad nacional, el que representa a todos los argentinos ante el mundo, se comporta como un conductor de streaming enardecido o como un militante de redes sociales que encontró una tribuna oficial para vomitar desprecio e intolerancia. Los mensajes del presidente trasuntan una peligrosa filosofía, aquella de que el mejor enemigo es el enemigo muerto.
La pregunta que duele no es si insulta, sino por qué naturalizamos que el presidente de la Nación insulte. ¿Cuándo pasamos de la política como debate y confrontación de ideas, a la política como exabrupto permanente? ¿Cuándo aceptamos que la violencia discursiva se vuelva parte del paisaje y se convierta en método de gobierno? ¿Cómo se puede aceptar que el presidente haya formado un grupo de sicarios del micrófono, de claro porte nazifacista, que emiten programas con el presidente amenazando adversarios?
Un tweet de Milei es meridianamente claro: “No odiamos lo suficiente a los periodistas”. Permítase salir de la corrección dialéctica para afirmar sin ambages ¡Este tipo está loco! Y lo he votado, por eso, exijo que se me indemnice el voto.

Pero el verdadero problema no es el estilo de la verba. Podríamos pensar que se ha ungido en la presidencia a un desclasado, un hijo de la pobreza, un marginal. Pero no, se precia Milei de ser candidato al Novel de economía. Si no le falla la educación, entonces, le fallan las neuronas.
El síntoma que subyace en esta violencia verbal del presidente es más profundo: denuncia el vaciamiento de la política como herramienta de construcción colectiva, sustituida por la pulsión de destruir.
Se gobierna como se tuitea: con furia, con ironía hiriente, con desprecio por el otro. De hecho, en su lista negra de esta semana han sido incluidos los “empleados púbicos” (sic).
O sea, que entre quienes hay que odiar se cuentan los militares, la policía, los docentes, los médicos y enfermeros, los municipales ¡Incluso los gobernadores, ministros, intendentes, concejales! Que también son empleados públicos aunque ellos se autoperciban miembros de alguna extraña realeza.
Desde hace décadas venimos bajando la vara, pero esto es otra cosa. Ya no se trata de “populismo” ni de “grieta”: se trata de una máquina de odio montada desde la mismísima Presidencia de la Nación. Y no sólo por lo que se dice, sino por lo que se calla. Porque mientras se maldice a los “inmundos”, se bendice a los poderosos. Mientras se grita contra la casta política, se pacta con la casta financiera.
Hay que conocer la historia argentina para comprobar que este país se construyó con procesos que costaron sangre. Con errores y aciertos, hace cuarenta años que todos, unánimemente, suscribimos aquella frase: ¡Nunca Más! No sólo gobiernos de facto, sino, nunca más violencia de ningún tipo. Este presidente es un sujeto violento, no hace nada por la paz. De hecho, nos convidó a la mesa de una guerra en la que no tenemos nada que ver.
Con estas actitudes bárbaras, no es Milei el que pierde prestigio: es la República la que se empobrece cuando su máxima autoridad renuncia al respeto y al ejemplo.
“Mueran los salvajes, asquerosos, inmundos unitarios”, decía la Mazorca de Rosas, y el eco de esa consigna resuena ahora, invertido, pero igual de brutal, en labios de quienes se autoproclaman libertarios. El odio cambia de traje, pero siempre apesta igual.
La democracia no se defiende con insultos. Se defiende con instituciones, con diálogo, con disenso fértil y con responsabilidad. Y, sobre todo, con una palabra pública que no escupa, sino que proponga. –