POR ERNESTO BISCEGLIA – www.ernestobisceglia.com.ar
Hace un tiempo largo publiqué esta nota que repongo; era una confesión de parte. Porque si acaso la literatura sirve para establecer vínculos entre el escribiente y quienes lo leen, esa relación permite mostrar las facetas humanas de quien redacta. No todo es crítica, opinión o tecnicismos periodísticos. La Palabra sin pasión, sin alma, es apenas un ejercicio administrativo no muy distinto de colocar los mismos sellos todos los días o archivar papeles. Escribir con emoción es dejar parte de la humanidad sobre un papel.
Aquella vez, el relato denotaba la emoción de un momento muy emotivo que hoy se potencia cuando ese recuerdo ha dejado este plano y se pierde definitivamente en el etéreo universo de los recuerdos más atesorados, arrastrando consigo la idea de que en algún momento, la vida se nos vuelve un espejo retrovisor lleno de ausencias.
…
Decía, entonces:
A veces, las circunstancias lo devuelven a uno a esas calles donde alguna vez fue feliz, aunque entonces no lo supiera. Y aunque el paisaje sigue siendo el mismo, o al menos bastante parecido, las calles, aunque llenas de personas parecen un pueblo fantasma porque los que eran ya no están. Y allí es cuando la vida enseña que el tiempo ha transcurrido.
Andaba por aquellas calles cercanas al barrio de la infancia donde la casa natal todavía permanece igual, con su tapia del fondo restregándose contra el muro del Convento San Bernardo, por donde, cuando en chicos, al atardecer veíamos pasar aquellos enormes ratones blancos de patas y larga cola tornando al rosado. El paso de esos roedores formaba parte de nuestras distracciones de niños, que cuando nos veían se paraban en sus patas traseras a observarnos moviendo graciosamente sus bigotes largos mientras se miraban y nos devolvían la atención moviendo sus fauces como balbuceando entre ellos: «Mirá que bichos tan raros».
Eran aquellas las calles que habían sido nuestro escenario de juegos con carros y armas fabricados con maderas y que ya en la adolescencia fueran el coto de caza de doncellas que huían -cual gacelas ante la presencia del predador-, de nosotros montados en esas bicicletas de asiento con respaldo y antenas que nos hacían sentir al comando de una motocicleta de gran cilindrada. Algunas de ellas que ya fueron cazadas por la vida…
Las mismas calles, iguales veredas que entonces; intransitadas desde hace décadas por mí, las mismas casas con sus puertas y ventanas cerradas, subrayadas por el polvo que denuncia la ausencia de la vida diaria. Mausoleos profanos que custodian con celo los recuerdos de un tiempo que se despereza en el éter a cada paso. Voces, risas, tonos, lágrimas, rostros que me asaltan desde ese imaginario vaporoso en el que ahora habitan.
De pronto el trámite que me convoca a transitar por ese laberinto de recuerdos pasados me hace girar hacia la calle donde ella vivía. La que acompañaba desde el Colegio del Huerto hasta el umbral su casa, barrera fronteriza entre nuestras ilusiones amorosas y la familia. Porque en esos tiempos si uno quería tener nivel, había que conquistar a una novia «del Huerto».
Giro en aquella esquina y diviso su casa, con su balcón grisáceo del segundo piso, la misma pintura y el barniz cuarteado de tantos soles soportados. En la distancia advierto a una mujer mayor intentando ingresar por esa puerta que entonces cobijó nuestras lánguidas frases románticas de adolescentes. Mientras aminoraba la marcha a paso cansino como para saborear un poco más aquellos dulces recuerdos, la mujer, vestida con vetustos abrigos de colores incompatibles, tocados los pies con una especie de pantuflas descoloridas, se empeñaba en una lucha contra la cerradura de la puerta que se negaba a darle paso, entonces, casi sin mirarme me dice:
– ¿Me ayuda con la puerta?
Más de cuarenta años habían pasado desde la última vez en que me detuviera ante ese umbral…
¡Era ella!…
Su belleza adolescente había desaparecido bajo un pelo descuidado que se había llevado aquellos gráciles rulos, dejando algunos espacios blancos en la cabeza. Estimo que alguna patología le había echado tantas décadas encima que ya lindaba con una anciana.
Mientras la puerta se obstinaba en ceder ante mis esfuerzos, ella intento colaborar y su mano rozó la mía exhumando al punto imágenes que la memoria ya había sepultado. Tantos años y volvía a sentir aquella tersura de pétalo de rosa que supe acariciar en las e inocentes caminatas por detrás del Monumento a Güemes. Esa caricia furtiva robada detrás del restaurant que ya no existe.
Mientras forcejeaba con la obstinada llave mi cerebro desempolvaba otra vez la tibieza y calidez de aquella mano cuando bailamos el vals esa noche del Baile de Señoritas en el Club 20 de Febrero, cuando el impecable vestido blanco se esforzaba en disimular sus incipientes formas de mujer y uno, un apuesto mozalbete presumía de su próximo ingreso al Colegio Militar de la Nación.
Una tormenta de sentimientos encontrados danzaba al son de las imaginarias notas de Strauss que chocaban con el áspero sonido de las llaves formando un torbellino de sensaciones que el rico idioma español nunca podrá describir y que le daban al momento un tono afectivo de resabios kafkianos.
Hasta que la puerta cedió…, ¿Cómo explicar lo que se siente cuando el alma combate batida entre amorosos recuerdos y la inmisericorde realidad? La puerta era el símbolo de aquella tragedia afectiva, ese madero que tantas veces se había abierto generoso descubriendo su sonrisa hoy se batía firme, como empeñado en juntarnos, en retenernos en ese umbral donde alguna vez habíamos desgranado ilusiones y que ahora también estaba cubierto por ese mismo polvo de las otras casas donde la vida ya se había ido.
Entonces dijo: -¡Gracias! y por primera vez me miró a los ojos…
Y no me reconoció.
Pensé que el beneficio del anonimato era el mejor acto de cariño y de piedad ante esa conciencia que también ya había dejado de ser.
Volvía a encontrarme luego de tanta vida transcurrida con aquellos mismos ojos negros que alguna vez me habían atrapado, aunque ahora estaban cerrados -como esa puerta- a los recuerdos pero que todavía conservaban la transparencia de un alma buena, hermosa, a pesar de que aquel brillo adolescente había desaparecido.
Se consumaba en instantes la tragedia más dolorosa, la de volver a hallarme ante esa mujer que alguna vez había sido la dueña de mis palpitaciones debutantes en el amor, la destinataria de esos desprolijos versos garrapateados en una hoja arrancada de alguna carpeta secundaria y que hoy volvía a mirarme desde ese rostro desencajado y vacío de emociones.
Continué el paso sin que importara ya hacia dónde iba. Me di vuelta una vez más para mirarla, mientras ella, ausente de todo y con trabajo se agachaba para tomar la bolsita de las compras y atravesaba la puerta -¡aquella puerta!- que se la tragaba como el Cronos que fagocitaba a sus hijos.
Un pañuelo de papel, supérstite en uno de los bolsillos de la campera militar que me abrigaba aquella mañana y que sumaba otro dato más a ese reencuentro convertido en un conjunto de coincidencias lacerantes, acudió en auxilio de una lágrima que se empeñaba en esconderse detrás de mis lentes oscuros.
Una lágrima que era el Réquiem por un tiempo que la historia ya había desvanecido…
…
Agrego hoy, cuando me entero de su partida, que con ella se va también una parte de mí que ya no podrá ser contada otra vez. Se muere también el perfume de los jazmines del patio, el eco de una risa adolescente, la tibieza de una mano que ya no sabrá que fue amada.
Y es que hay recuerdos que no mueren con nosotros, sino que parten cuando quienes los compartieron dejan este mundo. Por eso hoy, más que nunca, entiendo que a veces los que quedan no lloran a una persona, sino al pedazo de historia que se llevan consigo.
Por eso, estas líneas no sólo son un réquiem por ella, sino por todo lo que alguna vez fuimos cuando creíamos que el tiempo era eterno. –
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