La obediencia de las masas o el deseo de someterse (Parte I)

POR ERNESTO  BISCEGLIA – www.ernestobisceglia.com.ar

Nos hallamos frente a uno de los dilemas más profundos de la política moderna y de la psicología social: ¿Por qué las masas obedecen incluso cuando el poder va en contra de su propio bienestar? ¿Por qué, a pesar de comprobar el deterioro político y social, los pueblos insisten en votar a personajes y proyectos políticos fracasados? ¿Qué es lo que motiva a la ciudadanía a mantener a esos personajes en el poder? ¿Qué mecanismo opera en la conciencia colectiva para que una sociedad se arrodille, casi gozosa, frente a normas injustas, políticas regresivas o regímenes autoritarios?

El tema no es menor, sin duda. Porque la obediencia de las masas no es un hecho accidental ni un error de cálculo. Es un fenómeno psicosocial que responde a procesos profundos de construcción de la subjetividad, sedimentados durante décadas a través del lenguaje del poder, los aparatos ideológicos del Estado, los medios de comunicación y, en muchos casos, las heridas no resueltas de una historia colectiva atravesada por frustraciones, traiciones y fracasos.

En la Argentina contemporánea, comprobamos que la sociedad -por ejemplo-, no ha cerrado las heridas provocadas por los avatares políticos iniciados en 1955. Esos complejos y traumas no resueltos desembocaron en la violencia de los setenta, y las heridas de esa década, junto a una Guerra de resultados geopolíticos y humanos tampoco resueltos.

Ese mismo fenómeno, tan incomprensible como doloroso, se reproduce en las provincias, donde los grupos de poder se retroalimentan sólo pensando en su propio beneficio, deteriorando a la sociedad que sin embargo, continúa votándolos.

La psicología social, desde Gustave Le Bon hasta Wilhelm Reich, ha indagado este fenómeno. Y Reich, por caso, se preguntaba, con crudeza, por qué el hombre común apoyaba regímenes que lo explotaban. La respuesta no era simplemente el miedo, sino algo más inquietante: el deseo de obedecer.

Ese deseo no es natural ni espontáneo. Se forma, se educa, se inocula. Se fortalece con discursos que exaltan el sacrificio, la renuncia, el orden, el enemigo externo o interno. En esto último, el ex presidente, Juan Domingo Perón, fue un maestro. Su Tercera Posición es un ejemplo de metamensaje en el último sentido expuesto, porque con su retórica polarizante, supo canalizar un discurso de enemigo y salvación que aún hoy resuena en muchas formas del liderazgo político argentino.

Se comprueba también esto cuando el discurso se organiza en torno a liderazgos que no interpelan al sujeto como ciudadano libre, sino como niño obediente. La promesa de orden reemplaza al derecho. El miedo ocupa el lugar del pensamiento.

En la Argentina, este fenómeno ha sido recurrente, como indicamos. Lo vimos en dictaduras y también en democracias, cuando sectores del poder económico y político impulsaron reformas que perjudicaban directamente a las grandes mayorías (Carlos Menem, los Kirchner y ahora Javier Milei), y sin embargo lograron adhesión popular. Hoy, desde la presidencia hasta las gobernaciones, se repite un guion conocido: ajuste, represión simbólica o literal, supresión del debate y, paradójicamente, una porción significativa de la sociedad que no sólo obedece, sino que justifica, celebra y reproduce los mandatos del poder.

No es casual. El neoliberalismo, más que un modelo económico, es una máquina de subjetivación. Nos educa para ser consumidores antes que ciudadanos, meritócratas antes que solidarios, obedientes antes que críticos. No se impone por la fuerza, sino por el deseo. El deseo de ser “normal”, de “encajar”, de no quedar fuera del sistema. Y cuando el sistema castiga, muchas veces la víctima se culpa a sí misma antes que al verdugo.

La pregunta de fondo es radical y, por eso, urgente: ¿De dónde nace ese deseo de obedecer?

Tal vez del miedo al vacío. Del miedo a la LIBERTAD, que enuncia tan claramente, Erich From. A la responsabilidad de pensar por cuenta propia. Dice From, en uno de sus párrafos: “El hombre renuncia a su libertad por miedo a la angustia de la autonomía”. Y tiene razón, porque liberarse de la dependencia política y sobre todo de la coacción religiosa que impone el catolicismo, por ejemplo, es un salto al vacío económico y existencial. La Libertad es la categoría más cara de obtener.

Porque la Libertad auténtica no es cómoda. Requiere coraje, incomodidad, capacidad de disentir, incluso de equivocarse. Y en una sociedad debilitada, donde la esperanza ha sido convertida en un lujo y el pensamiento crítico en una amenaza, la obediencia aparece como refugio.

Pero no hay emancipación sin desobediencia.

Desobedecer no es romper la ley por capricho, sino recuperar la capacidad de discernir entre una norma justa y una norma opresiva. Entre una autoridad legítima y una que oprime. Entre un discurso de poder que cuida y uno que castiga.

En este sentido, podemos observar cómo de a poco se va quebrando esa hegemonía del poder cuando comprobamos que cada vez va menos gente a votar. Así, la base de legitimidad de los gobiernos se va reduciendo; son gobiernos legales pero cada vez más ilegítimos. En este punto, la pregunta sería: ¿Qué ocurrirá cuando las masas tomen conciencia de que están siendo manipuladas por unos pocos? ¡Cuidado, pues, los que gobiernan con este fenómeno de la abstención!

Obviamente, el tema es más denso y nos reclama alguna profundidad más para explorar cómo se construyen dispositivos de obediencia en la vida cotidiana: la escuela, los medios, la publicidad, incluso la cultura del éxito, que trataremos en una segunda parte.

Pero, nos quedamos pensando -a priori-, que quizás, entonces, el gran acto político de este tiempo no sea protestar, ni votar, ni marchar.

Tal vez sea algo más silencioso, pero más profundo: Pensar por uno mismo.