Porque a pesar de todo, sigo escribiendo, sigo creyendo: Declaración de principios en tiempos de ceniza

ERNESTOBISCEGLIA.COM.AR – POR ERNESTO BISCEGLIA. – De pronto, cuando un día, uno da vuelta una esquina de la vida y se encuentra con todo lo que ha escrito, que no son otra cosa que pensamientos y horas macerados en ese laboratorio donde se produce la alquimia de convertir esa pócima en ideas; se pregunta… ¿Y para qué sirve todo esto?

¿A quién le sirve? En un tiempo ganado por la banalidad, la estupidez barata que cotiza más cara que nada. ¿De qué sirve la palabra pulida frente al lenguaje procaz, licencioso y pervertido? Con el alma rasgada, uno comprueba que el mal gusto, la mediocridad, la medianía profana, cotizan más que cualquier atisbo de cultura. ¿Hemos perdido la vida acaso, conversando con los clásicos, analizándolos, disintiendo con ellos?

Me pasé la vida pensando, escribiendo. Con tinta, con palabras, con la voz rasgada por tanto silencio. Hoy se alinean cientos, miles de hojas con memoria, con historia, con el dolor ajeno y con mi propio cansancio. Claro, lo hice por amor a la verdad. Por tozudez ética. Por necesidad también. Tantas veces. Y también por rabia, cuando el mundo prefería mirar para otro lado, buscando solazarse con la vulgaridad en lugar de iluminarse con la palabra culta. ¿Será porque es más fácil ser un bruto?

Reparo inmediatamente en los asnos, todos amontonados formando una superficie gris, espinada de orejas levantadas. Todos con la mirada perdida en la hierba, buscando sólo comer, masticar, regurgitar. Aparearse de cuando en vez y volver a la estancia solemne de la nada. Esperando el rebuzno del líder para rebuznar todos juntos. Tal vez, el único acto vivo de sus cerebros. Pero pienso mal de los asnos, porque están considerados como inteligentes, poseen excelente memoria, pueden resolver problemas complejos y son muy buenos para sortear terrenos difíciles. No son “nobles brutos”. Son nobles. Los brutos son esos que uno ha ido hallando en el camino.

Repaso la biblioteca silente, pero eso es sólo una impresión; porque dentro de todas esas páginas hay muchas voces que hablan desde el pasado más remoto. Y continúan haciéndolo. Miro los lomos de mis libros y pienso cómo le puse cuerpo y alma a cada texto. En esas hojas, nombré a muchos que no tenían nombre. Rescaté causas que nadie quería ver.

Utilicé páginas como lanzas para ir contra molinos de viento. ¡Inocente! Los molinos son invencibles. Y están a cargo de brutos que los manejan. Y yo, con mi Rocinante flaco y desgarbado, desde cuya montura procuraba darle consejos a tantos palurdos, como si fueran Sanchos que gobiernan la Isla Barataria. Algunos, gobernaban la Isla Baratija.

Pero hoy…hoy el mundo parece no necesitar nada de eso. Hoy todo se ha vuelto superficie, llaneza, campo yermo. Para sembrar hay que roturar, abrir surcos. Y estos son tiempos donde ya ni el cerebro los tiene. Porque todo es inmediatez, ruido, ego, mentira. Propulsión emocional, vértigo y dopamina. Cálculo inmediato, vociferación maledicente. Desde su “Autobiografía”, Manuel Belgrano, me grita: “¡Sin educación en balde es cansarnos! Nunca seremos más de lo que somos” y ahora somos tan poco.

Pobre Manuel, pienso…, rico de nacimiento, tuvo que sacrificar el mármol de su cómoda porque no tenía ni para pagar su lápida. ¿Y las escuelas que mandó fundar con el premio por sus triunfos en Salta y Tucumán que nos salvaron la Patria? ¡Ah…, la última se inauguró en los años noventa del siglo pasado! Y a la de Tucumán, el entonces gobernador Alperovich le quiso expropiar el terreno para hacer un shopping. Ahora, Alperovich está preso y Manuel en el bronce.

¿Hay que morirse para que se reconozcan los méritos?

Si…, es la hora de los mediocres. Ellos ganaron los micrófonos y los ágrafos las páginas de los diarios. Veo la imagen de Mariano Moreno en la tapa de un libro. No me gusta Moreno. Era un anglófilo declarado: “Tenemos que cuidar los intereses de los británicos como a los nuestros mismos”, escribió en la “Representación de los Hacendados”. Pero inició el periodismo político. Lo hizo en la “Imprenta de la Patria”, que le dije a la intendente de Cafayate que la ponga en valor, pero ahí la tiene, tirada en un rincón. Allí cuelgan la ropa, dejan papeles… Pienso en los asnos. Ellos no harían eso.

Encuentro un disco extraíble lleno de polvo en fondo de un cajón. Lo abro y exhibe cientos y cientos de artículos que hablan de la Patria, de la moral, de la educación, de espiritualidad y algo de esoterismo y masonería. Y pienso: “semillas esparcidas por ahí, la mayoría comidas por los pájaros, otras caídas en medio de rocas y muchas llevadas por el agua”, como dice la Parábola. Tal vez algunas hayan germinado. Quién sabe.

¿Para qué tanta cátedra escrita si ahora los cínicos nos enseñan a vivir como si nada doliera?

Encuentro una carpeta con borradores de conferencias sobre política, educación y otras yerbas. La política, que alguna vez soñé como un camino de redención colectiva hoy es un show sin alma. Un teatro sin ideas sobre cuyo escenario ensayan una obra tétrica personajes arrabaleros, mendicantes del erario público, casquivanas y «écuyères» (se pronuncia ekuiér), que realizan suertes sobre el lomo de algún potro… o potranca, depende. Los recintos republicanos son una tolda donde se exhibe un espectáculo ambulante, una parada de fieras conducida por equilibristas del relato. Una fábrica de slogans vacíos en manos de oportunistas sin coraje.

Y duele ver cómo lo aceptamos. Cómo lo naturalizamos. ¡Cómo los votamos! Pero ellos no tienen la culpa, al fin y al cabo. Los culpables somos nosotros que no salimos del metro cuadrado de confort a luchar por la República. Pienso entonces en el “Discurso de la Cancha de Pelota” de Leandro Nicéforo Alem, que me pontifica desde la “Historia de la Unión Cívica Radical”, diciendo: “La vida política de un pueblo marca la condición en que se encuentra; marca su nivel moral, marca el temple y la energía de su carácter. El pueblo donde no hay vida política, es un pueblo corrompido y en decadencia, o es víctima de una brutal opresión.”. levanto la vista, contemplo todo lo que ocurre y pienso… “Alem se suicidó por mucho menos”. Ahora, ni partido radical le quedó.

Veo los libros de Yuval Noah Harari;Sapiens” o “Homo Deus”, y desde allí el judío me grita: “¡Estamos creando una nueva clase de seres humanos, posthumanos! ¡Vamos hacia el fin del “Homo sapiens”! Y sonrío. Pobre Harari ¿A quien le interesa en qué nos estamos convirtiendo? MacDonald sigue vendiéndonos basura, Coca-Cola, sigue envenenándonos, estamos formando un nuevo continente de plástico en medio del Atlántico… Inocentes criaturas los alienígenas que viven en el fondo de los mares, los estamos plastificando.

Y mientras unos celebran haber revivido al “Lobo Terrible”, extinto hace diez mil años, otros acarician los botones nucleares, ansiosos por demostrar que el “Oreshnik” puede mandar al Averno a diez ciudades norteamericanas al mismo tiempo. Es la gran paradoja de una humanidad delirante.

Mientras tanto, la sociedad se hunde. La juventud huye o se adormece, se evade con barbitúricos y se entrega desenfrenada a los placeres cárnicos. Los ancianos ya no mueren en sus casas, rodeados de sus afectos. Algunos hallan su final en una lujosa residencia, asistidos por las caricias de la tecnología. Sin sufrimiento, dicen. Pero en soledad.

Y nosotros, los que aún creemos en algo más, parecemos locos, románticos desfasados, náufragos aferrados a un madero que nadie ve. Nadando desesperadamente contra una corriente que al final, nos lleva al despeñadero como a todos. Al menos los otros son tragados por el infinito, felices, con esa “felicidad” que otorga la inconciencia. La «feliz ignorancia», como me enseñó una Maestra.

A veces siento que escribo para nadie. Que soy Juan gritando en el desierto. Y sin embargo… sigo.

Sigo porque escribir es un acto sagrado. Porque en cada palabra hay una semilla, aunque no se vea. Porque el sólo hecho de escribir —con verdad, con ética, con entrega— es una forma de resistencia frente al mundo vacío. Porque en esta era de la nada, pensar, es un acto revolucionario.

Porque todavía tengo la fe absurda de que alguien, alguna vez, leerá y entenderá.

No escribo para agradar sino para dejar testimonio. Para provocar, también. Entonces se abre paso entre los “Diálogos” de Platón, la figura gruesa de Sócrates, que me grita: “¡Recuerda! ¡Somos puestos por los dioses sobre la ciudad, como el tábano sobre el caballo, para picarlo y mantenerlo despierto!” Sonrío y pienso “Así también terminó Sócrates”.

Escribo para que cuando todo esto pase, quede constancia de que no todos callamos, de que hubo quien luchó con palabras cuando las espadas estaban oxidadas. Cuando se llenaron la boca con billetes que les impedían decir una palabra.

¡No vengan a pedirme moderación, porque eso es el suicidio de la Idea! ¡Es renegar de los dos dones que nos regaló el Creador, la Razón y la Libertad! ¡Esos son los verdaderos Dioses: el pensar y el ser libre para hacerlo! Pensamos, ejercitamos nuestra Libertad: ¡Somos Dioses!

Celebro en cada página que escribo la liturgia suprema de la Palabra. ¡Cada página escrita es una misa laica de la cual soy el Sumo Sacerdote! ¿Soberbia? ¡Claro que sí! Locura también. Cada página, se convierte en una suerte de oración herética, redentora, para los que aún creemos que pensar no es un crimen. Porque como diría Erasmo: “Los únicos felices son los locos”.

A veces me siento derrotado. Claro que sí. A veces no entiendo para qué sigo. Pero escribo igual. Escribo porque no sé vivir sin decir. Porque si no escribo, me muero un poco. Y me despediré escribiendo, como Aristóteles.

Y porque quizás, en algún rincón, haya alguien como yo… Alguien que también siente esta desolación y necesite saber que no está solo. Y que está también un poco loco.

Tal vez, sea llegada la hora de la revolución de los perros verdes…

A pesar de todo… Sigo escribiendo. Sigo creyendo. Y mientras me quede una palabra, una sola palabra viva, seguiré. Porque en ella, quizás, nazca un mañana menos hostil.

Porque cuando esta, mi biblioteca quede vacía, sola, sin el gato que me acompañó siempre recorriendo juntos los universos imaginarios del pensamiento, cuando su ronroneo también sea historia. Desde alguno de esos libros que tiene mi nombre en el lomo, Yo, continuaré gritando. –