POR ERNESTO BISCEGLIA – www.ernestobisceglia.com.ar
La madrugada de aquel 12 de junio de 1956, fue ejecutado el general Juan José Valle. ¿Su delito? Ser peronista, pero antes, ser un demócrata. Valle y otros camaradas se habían confabulado para voltear al régimen faccioso que comandaban Pedro Eugenio Aramburu e Isaac Rojas. Ambos, líderes de la autotitulada “Revolución Libertadora”. La traición los había delatado. El gobierno sabía de antemano sus planes y los esperó. Fueron desarmados y enviados a prisión.
Sin mediar juicio o defensa alguna, se dictó la sentencia de muerte. Ni siquiera las súplicas de la esposa de Valle, conmovieron al autócrata Aramburu. La mujer, en un acto desesperado se presentó ante la residencia del usurpador y recibió como respuesta: “El general está descansando, no puede atenderla”. Mayor falta de humanidad no se concibe. Aramburu no sabía que con ese gesto despiadado y al firmar la sentencia de Valle, estaba firmando la suya propia. En 1973, sería secuestrado y sometido a juicio “popular” sumario y ejecutado en un sótano. Ni siquiera de muerto descansaría porque tiempo más tarde, los subversivos robarían su féretro de la bóveda familiar, que aparecería luego en un vehículo abandonado. El ataúd, tenía marcas de vasos que denunciaba que había sido utilizado como una mesa, al parecer.
El asesinato de Valle se inscribe en la saga de los crímenes más oprobiosos de la historia, como el fusilamiento de Santiago de Líniers, la primera pena de muerte dictada por la Primera Junta de Gobierno, a instancias de Mariano Moreno. O el fusilamiento de Manuel Dorrego, ordenado por Juan Lavalle, que terminaría sus días también violentamente. Incluso, mencionaría el asesinato del “Chacho” Peñaloza, ordenado por Domingo Faustino Sarmiento. Y varios otros que enlutan nuestra historia. Que dicen de que la intolerancia estuvo siempre presente en los procesos que formaron a este país.
Con Valle, fueron ejecutados otros militares y decenas de civiles, algunos en los basurales de León Suárez. Estos crímenes cometidos por la “Libertadora”, fueron la expresión más macabra de un régimen sádico, que pretendió ultimar al peronismo por decreto. Pensaron que prohibiendo la pronunciación del nombre de Perón o de Eva, destruyendo los íconos peronistas, censurando, proscribiendo y asesinando, iban a borrar al peronismo.
Son los mismos que antes habían escrito “Viva el cáncer”, cuando se supo la enfermedad de Eva Duarte, los mismos que no titubearon en bombardear días después a los propios argentinos con los aviones que lucían la mesiánica consigna católica “Viva Cristo”. Los mismos que germinaron entones la violencia que estallaría en la década del setenta.
El fusilamiento del general Valle, representa el cuadro más descarnado de lo que anticipara Sarmiento: “Civilización y Barbarie”. La “Libertadora” fue la reencarnación del espíritu de la Mazorca rosista, donde el mejor enemigo es el enemigo muerto.
A la vez, la fecha es un aniversario que nos interpela y nos advierte, que no debemos volver a transitar esos caminos del agravio al adversario. Que nos dice que toda denostación del que piensa distinto, toda reducción a través del apodo insultante, son síntomas de intolerancia. Hoy son las palabras, pero mañana puede ser las balas.
La muerte del general Valle, es un símbolo que representa el valor de la democracia. Porque Valle quería devolver el poder al pueblo, más allá de su adhesión a Perón. Es asimismo el panegírico del valor y de la autenticidad. La cumbre donde se planta la Bandera que representa en sus colores la Libertad y la Independencia. Los valores y las categorías superiores que deben -o debieran- constituir el Norte de todo ciudadano y patriota.
Por fin, este asesinato abominable e ignominioso, nos recuerda, otra vez, aquellas palabras finales del alegato del fiscal, Julio Strassera, en el Juicio a las Juntas militares: “Señores, Nunca Más”. –