La tragedia del «Turco Ramón»
El relato costumbrista tiene siempre el sabor de recrearnos imágenes y anécdotas de un tiempo donde la vida era más simple y las costumbres muy distintas. En aquella Salta de los años sesenta todavía sobrevivían personajes y oficios cuyos orígenes calaban en el amanecer del siglo XX y que para entonces ya agonizaban ante una modernidad que se insinuaba arrollante. Uno de esos eran los vendedores ambulantes.

SALTA – POR ERNESTO BISCEGLIA.- En la calle Alvarado casi llegando a la actual Avenida Yrigoyen, supo haber por entonces un inquilinato al que se accedía por un espacio abierto en la pared, el piso de tierra y las piezas de adobe y techo de chapa, todo muy precario, con un solo grifo de agua para surtir a esa vecindad, en fin…
En aquellos años todavía la actual Avenida Yrigoyen y su tramo siguiente, Virrey Toledo, cambiado de nombre por la afiebrada mente de dos concejales ignorantes de la historia y poseídos de un fanatismo ideológico que llamaron Bicentenario, era decimos, un canal abierto, rezago histórico del antiguo «Canal del Este» que recogía las aguas del Río La Caldera. En aquella esquina de Alvarado e Yrigoyen supo estar también el puente que llevaba al «Camino a Buenos Aires» (Portezuelo) y por supuesto, al Cementerio de la Santa Cruz, inaugurado hacia 1870 y dispuesto lejos de la ciudad, quizás por la antigua creencia de impedir que «los muertos vuelvan».
En ese inquilinato, vivían distintos personajes, entre ellos el «Turco Ramón», de quien jamás se supieron más datos. Don Ramón, como también se lo conoció conducía un carro de dos ruedas que alguna vez fueron verdes claro como el carro, con parantes y un techo de chapa ornado alrededor con esas figuras que acicalaban las antiguas canaletas de hojalata que recorrían el contorno de los patios antiguos.
Eran los tiempos en que la venta ambulante estaba muy difundida, cuando las «marchantas», en su gran mayoría bolivianas, recorrían la ciudad empujando esos carritos con ruedas de bicicletas y vendiendo verdura, especies y alguna otra novedad de ocasión. Como aquella vieja mujer, enjuta, que traía siempre un sombrero deshilachado y voceaba sus ¡Voivos! ¡Señora voivos! Y ya en la confianza del tiempo metía la cabeza por el zaguán al grito penetrante de ¡Traigo voivos, a un peso la docena! ¡Un peso!
Vestía Don Ramón siempre una librea blanca y empujaba su carro bajo un sombrero de paja que denunciaba el paso de los tiempos. Pantalón oscuro y alpargatas. Hacia las compras muy temprano en el Mercado San Miguel y volvía para acomodar sus frutas y marchar al recorrido de siempre.
Estos vendedores tenían la costumbre de hacer paradas en distintas esquinas, eso sí, siempre puntuales para que las señoras calcularan a qué hora venía «Don Ramòn» para salir a comprar. Y allí se armaban aquellas tertulias mañaneras de vecinas que portaban esas bolsas de manija redonda y tejidas en plástico. Durante unos minutos el chisme, el comentario insidioso, la novedad de que «¡Fulano tiene televisor!» o que «El marido de la Mary anda con otra», o el parte de salud de Don Ambrosio «que casi no la cuenta», se convertía en el «Informe al minuto». El Turco Ramón participaba de esos comentarios más por ganar en confianza con su clientela desgranando algunas palabras o intentos de frases en un español gutural y tocado la influencia del árabe.
Alguna vez, incluso, el carro de Don Ramón fue epicentro de una pelea matrimonial donde los contendientes giraban alrededor y mientras el marido le gritaba a la mujer «¡Venì que te voy a matar!», al punto que ella tomaba los pomelos y naranjas y se los arrojaba mientras Don Ramón gritaba con las manos en alto algo que no se supo si era un pedido de paz o una invocaciòn a Allah.
Una de esas paradas de Don Ramón era la esquina de Santa Fe y Alvarado donde se encontraba un viejo depósito con un gran portalón en la ochava y cuya pared avanzaba sobre Santa Fe cobijando dos cuartitos, la zapatería del «Boliviano Tintilay» y la peluquería de «Don Marín». La construcción de adobe pintada a la cal y techos de tejas tenía todas las irregularidades de formas, propia de aquellas construcciones hechas «a ojo».
La cosa es que Don Ramón fiaba a sus clientas y anotaba las cuentas en la pared del viejo depósito con un lápiz ya pequeño de lo gastado. Cuando llegaba cada fin de mes, el «Turco» hacia las sumas y cobraba. Bastaba pasarle el brazo -antebrazo- a la pared para borrar la cuenta y comenzar de nuevo. La confianza de que nadie adulteraría aquellas cuentas da cuenta de la inocencia de una sociedad que respetaba los códigos.
Pero ocurrió que cierta mañana, muy temprano, amanecieron en la esquina unos hombres que portaban altas escaleras y tachos de pintura con los que se dieron a la tarea de raspar todas las paredes del lugar. Para las diez de la mañana cuando Don Ramón apareció con su carro ya no había ninguna cuenta, todas habían sido borradas por la impiadosa mano de los pintores. La tragedia comenzaba.
Al punto se desarrolló un sainete donde el «Turco» airadamente reclamaba a los pintores -que no entendían nada-, el daño producido por la desaparición de las cuentas. Inmediatamente, a la discusión se incorporaban las vecinas que discutían con «El Turco» el monto del fiado.
Nunca se sabrá cómo terminó aquella disputa, quizás se habrá aplicado aquello de «borrón y cuenta nueva», porque el pobre «Turco Ramón» siguió por muchos años más parando en aquella esquina, eso sí, anotando ahora sus créditos en una libreta azul.
Así, hasta que la historia se lo tragó.-
Foto de portada: Imagen ilustrativa.