Historia de la Muerte en Salta

Salta: De muertos, resucitados y aparecidos (II)

Los rudimentarios procedimientos médicos y funerarios del inicio del 1900, en el terreno de la muerte dieron por resultado que en más de oportunidad los fallecidos volvieran a la vida, ya en el trance de su inhumación o trágicamente luego de ella. La catalepsia, como trastorno de la conciencia que semejaba a una muerte por el trance y rigidez postural llevó a que aquellos pobres infelices despertaran dentro del ataúd. 

ARGENTINA-SALTA.-POR ERNESTO BISCEGLIA.-(Publicada originalmente el 18/Ago/2022) Como se ha descrito en notas anteriores, los servicios fúnebres más tradicionales en la Salta que desperezaba el siglo XX se hacían en carruajes tallados y lustrados de relucientes negro que eran tirados por dos, cuatro o seis caballos percherones adornados con unas plumas del color de los animales que podían ser negros o blancos. La cantidad de equinos estaba en directa relación con la capacidad económica de la familia del occiso, obviamente.

 

Una vez realizadas todas las honras fúnebres, el carruaje partía bordeando el antiguo canal que recogía las aguas del Río de La Caldera (Actual Avenida Bicentenario) y cruzaba por el puente que estaba en la esquina de lo que hoy es el cruce de esa Avenida con la calle Alvarado, que de paso sería también como salida terrestre hacia la Ciudad de Buenos Aires.

 

Es de imaginar que el estado de aquellas calles de tierra y empedradas provocaban el zangoloteo tanto de acarro como de ataúd que “saltaba” dentro de la carroza mientras el cochero apuraba el paso para librarse cuanto antes de su “pasajero”, sobre todo si el entierro se había cerca de las 18,00 horas. Por aquellos años la llegada de las siete de la tarde era tenida como la “hora de la ánimas” porque se suponía que éstas salían a buscar su vida anterior y a sus parientes. Aquellos que no los había tenido en buena estima eran castigados por estas almas peregrinas que les “tiraban de las patas” cuando dormían.

 

Aquellos ataúdes y más si tenían destino de tierra no tenían chapa metálica y se sellaban con clavos, de manera que en el trajín terrestre hacia el cementerio no era raro que terminaron con algunos clavos medio aflojados.

 

Así contaban los de antaño que en cierta ocasión cuando un cochero apurado iba camino del cementerio, sería –dicen- como a la altura del Parque San Martín actual, el conductor de la carroza comenzó a sentir unos gemidos que llegaban desde la parte posterior. Comentan que con los pelos de punta el hombre en lugar de comprobar qué pasaba le dio látigo a los animales para apurar la llegada al Cementerio de la Santa Cruz, con lo cual no hiciera sino empeorar la intensidad de las sacudidas.

 

De pronto, dicen, que en cierto momento, la tapa del ataúd se abrió y el fallecido comenzó a incorporarse exhalando algunos quejidos los que alertaron al cochero quien dándose la vuelta comprobó con los ojos desorbitados que el difundo había abierto el féretro y luchaba por incorporarse.

 

Presto, el cochero, comentan que la emprendió a latigazos contra el ahora resucitado mientras a voz en cuello le gritaba: “¡Acostate carajo, que estás muerto!”.

 

El relato no cuenta cómo terminó aquel lance, ni siquiera es comprobable pero se ajustaría a la verdad en cuanto a las condiciones de los ataúdes de la época y las calles cuya imperfecciones hacían despertar hasta a los muertos.-

 

 

 

 

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