Cómo eran las ceremonias de la muerte en Salta (III): El entierro y la sepultura
Hasta los años sesenta del siglo pasado los sepelios se realizaban utilizando carrozas tiradas por dos, cuatro o seis caballos percherones. Aquellas carrozas eran verdaderas obras de arte de la talla fúnebre, con grotescas cruces que remataban el techo bombé que a su vez estaba sostenido por cuatro gruesas columnas ricamente talladas.

ARGENTINA-SALTA-POR ERNESTO BISCEGLIA – (Publicada originalmente el 01/Ago/2022) Hasta los años sesenta del siglo pasado los sepelios se realizaban utilizando carrozas tiradas por dos, cuatro o seis caballos percherones. Aquellas carrozas eran verdaderas obras de arte de la talla fúnebre, con grotescas cruces que remataban el techo bombé que a su vez estaba sostenido por cuatro gruesas columnas ricamente talladas.
Las carrozas las había de dos tipos, aquellas de ruedas altas que daban el piso casi a la altura de los hombros y que dejaban el féretro al aire libre, y otras parecidas a las antiguas diligencias del Oeste norteamericano con vidrios biselados y grabados, puerta de dos hojas en la parte trasera.
Los caballos, según el presupuesto de la familia, iban ornados con cinchas rematadas en bronces y portaban penachos de plumas negras o blancas, según el color del animal.
Esas carrozas eran conducidas por dos cocheros ataviados de frac, galera y guantes blancos. El conductor con un látigo de mango muy largo.
Una vez cerrado el ataúd, ingresaban a la vivienda seis funebreros –así se los llamaba- vestidos como los cocheros. Es de imaginar el ambiente que producía aquella visión de esos hombres altos caminando de a pares y paso estudiado. Levantaban el ataúd y lo portaban a hombro mientras la carroza comenzaba su paso lento. Luego de unos cincuenta metros se colocaba al difunto en el vehículo y se encolumnaba los demás detrás partiendo todos rumbo al cementerio.
Ver también: Cómo eran las ceremonias de la muerte en Salta (II)
En aquellos años todavía estaba abierto lo que se llamaba “El Canal de la Yrigoyen”, tal el nombre de la avenida que antiguamente era el canal del Este que recibía las aguas del río La Caldera. El cortejo pasaba por el Parque San Martín y tomaba rumbo hacia el Cementerio de la Santa Cruz donde ya esperaba parte de la familia y amigos.
Si el finado era de buena familia, el rito de la ceremonia continuaba con la misma pompa del inicio, más si los deudos tenían un mausoleo el cual ya había sido enviado a limpiar el día anterior y a pulir los bronces.
En caso de haber sido un funcionario público o algún ciudadano notable, alguien “echaba unas palabras” para despedir al que partía, o ya había partido, evidentemente.
Un cura decía algunas oraciones y salpicaba el ataúd con agua bendita y tras la señal de la cruz aquella puesta en escena terminaba.
Distinto era si el fallecido era persona del pueblo raso. Un carromato con algunos artificios fúnebres y religiosos tirado por un par de equinos desprovistos de todo adorno y nada más que un par de cocheros de simple traje oscuro llevaban esos despojos que eran retirados por familiares o empleados del cementerio y puesto en una cureña para que el viaje hacia el fondo del cementerio fuera más rápido. En los fondos, una zanja, un montículo de tierra y un par de palas era todo el ornamento que aguardaba el descenso al seno de la tierra.
Algún cura piadoso que recibía algunas monedas de limosna ensayaba algunos pasajes de los Salmos y con dos sogas gruesas el difunto era introducido en el hueco. Solía ser costumbre que los deudos más cercanos echaran un puñado de tierra y luego comenzaba la tarea de sepultarlo. Las paladas eran acompañadas con el retumbar de las piedras golpeando en la madera del féretro que cuando no era de buena calidad hasta se partía si la piedra era grande. Se le plantaba una cruz y todos se retiraban dejando aquel cuerpo encajonado en la soledad de su nuevo destino con algunas flores al pie de la cruz.
Con pomposos rituales o sin ellos, ambos, el rico y el pobre, se igualaban en la democracia de la muerte. El frac o el vestido de encajes, el simple traje, la camisa y el último pantalón vestidos o el sencillo vestido de entrecasa se carcomían por igual al cumplirse la palabra de la Escritura: “Del polvo vienes y al polvo volverás”.
Las Nueve Noches
Al día siguiente de la sepultura comenzaba el rezo de las “Nueve Noches”, generalmente a eso de las 20,00 horas. Familiares, amigos más cercanos y vecinos se apersonaban a la casa del difunto donde en el living se había dispuesto un pequeño altar que consistía generalmente en un crucifijo, la foto del familiar que había partido, un par de velas y ya todos reunidos se iniciaba el rezo del rosario sazonado con algunos sollozos supérstites de la despedida reciente.
Terminado el rosario, las Letanías, un Credo y algo más.
Por la hora había que servir algo, de modo que las matronas repartían café o algún licor si era invierno, algunas masitas o confituras caseras y se despedían hasta la noche siguiente. Así, nueve días.
El luto
Las casas en Salta, en su mayoría tenían zaguán y puerta cancel. El rito del luto exigía que la puerta del zaguán estuviera cerrada por lo menos seis meses luego de los cuales se podía dejar entornada, así hasta cumplir un año del fallecimiento.
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Las mujeres, más si eran viudas, debían vestir riguroso luto, zapatos, medias, ropa y cuando iban a misa cubrirse el rostro con una mantilla del mismo color. Pobre de aquella que no observase este ritual porque caía en las redes de la maledicencia pública que le endilgaba poco afecto –o amor si había sido el marido- cuando “tener ya el ojo alegre”.
Los hombres que para la época vestían –incluso los jóvenes- de saco, debían portar un brazalete negro en el brazo izquierdo.
Incluso los niños debían llevar luto. En fotos escolares de la Salta de los años de 1920/30, es posible observar en medio de los blancos delantales uno o dos vestidos con delantales negros, señal de que habían perdido al padre o a la madre.
Después de los seis meses las mujeres podían pasar al medio luto que consistía en la combinación de, por ejemplo, falta negra y blusa blanca pero con vivos gruesos de color negro. Ya se podía dejar de utilizar la mantilla para la cabeza. Cercano al año era cosa bien vista vestir de tonos grises. Mientras duraba el luto familiar era señal de mayor afecto que se le había tenido al difunto y mayor dolor demostrado por su pérdida.
Hacia los años de la década de los ochenta ya estas costumbres estaban en franca desaparición. Desde los setenta se había prohibido la tracción a sangre de modo que las empresas fúnebres y los “Mateos” quedaron fuera de servicio y fueron reemplazados por vehículos. El crecimiento de la ciudad y las nuevas ocupaciones que comenzaban su aparición le fueron quitando solemnidad al acto de morir.
Más tarde, la aparición de las casa de velatorios reemplazó definitivamente a los velorios en los hogares y paulatinamente éstas fueron ofreciendo otros servicios como bar, sala de descanso, flores, esquela en los diarios, etc. y así la muerte como hecho familiar fue perdiendo dramatismo y despojándose de todas aquellas ceremonias.
Hoy, incluso, la muerte ya casi es un acto más de la vida (como en realidad lo es), al punto que la sociedad posmoderna le quitó hasta el valor trascendente y ese cuidado del cuerpo ya no existe porque cada vez se elige la incineración antes que la conservación en mausoleos o el enterramiento.
De hecho, hoy, inicios del siglo XXI, el hombre en ocasiones ya ni siquiera muere sino que se biodegradable. Lo mismo que un detergente.-