Cómo eran las ceremonias de la muerte en Salta (II)
El camino desde la cama donde expiraba el ahora difunto hasta el cementerio no era sencillo. Había que cumplimentar una serie de requisitos de orden religioso para poder decir que se había tenido una buena muerte.

ARGENTINA-SALTA- POR ERNESTO BISCEGLIA.- (Publicada originalmente el 31/Jul/2022) En la nota anterior dábamos cuenta de los preparativos que se usaban cuando el enfermo o persona mayor entraba en agonía. Hasta la década de los ochenta del siglo pasado todavía era costumbre velar a los difuntos en las casas. Se nacía, vivía y moría en el hogar. Allí se armaba la capilla ardiente en un lugar previamente despejado, generalmente el living de la casa, y comenzaban a llegar lo parientes y amigos a “dar el pésame”.
El rezo del responso
En las familias más relacionadas de Salta era costumbre llamar a un cura –general allegado o amigo de la familia- para que rezara el responso cantado “de primera clase”. Si era en verano, se rezaba a las 20, 00 horas. Si tocaba invierno a las 21,00.
Si el difunto no pertenecía a una familia “distinguida” le podía caber el responso de segunda clase o incluso de tercera que obviamente no era cantado. Lo mismo que las misas que podían ser cantadas, con música especial o bien, la misa más barata sólo con la música “de diario”.
Teresa Cadenas de Hessling cuando relata estos momentos cita un dicho de la época relativo al pago de honorarios a los religiosos que brindaban el servicio: “El chantre de lo que canta yanta”.
El responso cantado de alto nivel
Si el fallecido ameritaba y podía pagarlo, el responso era rezado por dos, tres y hasta ocho clérigos, ricamente ataviados, quienes acompañados de cantores de la Catedral ingresaban en solemne procesión a la residencia donde se velaba al difunto. Un par de monaguillos llevaban el cántaro con agua bendita y los sacerdotes munidos de sendos hisopos de plata salpicaban al difunto.
Tal espectáculo atraía la curiosidad de todo el barrio que se congregaba en la vereda, incluso algunos ocasionales paseantes, todos ávidos de ver cómo se despedía al muerto.
Toda la familia y la casa debían guardar riguroso luto. Si las casas tenían ornamentos o cortinas de vivos rojos debían recogerse así como cubrirse los espejos con telas blancas. Nada de música ni conversaciones en voz alta, apenas un murmullo, todo por respeto al muerto que lógicamente para entonces tendría otras preocupaciones en el otro mundo.
Las posas… y las poses
Ya lo dice el Libro del Eclesiastés: “Vanitas, vanitatem. Omnia vanitas”, y es un aserto que vale incluso para la muerte. Si el difunto poseía buen dinero, allá iban los curas y la parafernalia fúnebre, mientras que si era un pobre “debía avenirse a que lo entierren en seco”, dice una crónica de la época.
Llegado el momento de cerrar el féretro, en aquellas época la cosa era a martillo y clavo. Basta imaginar el ambiente, el olor del sebo de las velas crepitando, la media luz del lugar y ese tufillo pesado. Ni qué decir si había venido el cura con el incensario, aquello no sólo era lúgubre e irrespirable sino que además le adosaba más espanto el sollozo que se quebraba en llanto desesperado ante cada martillazo para sellar el ataúd.
Venía a seguido, sacar al finado ya sellado en su caja para la eternidad. Los más cercanos, luego los amigos y cerraban aquella Corte de los Milagros los vecinos y curiosos, todos a paso lento y marcial llevando al muerto a pulso o sobre los hombros.
La primera posa se hacía delante de la propia casa donde se posaba al difunto sobre una mesa. Allí se le cantaba el segundo responso y la cosa continuaba hasta la siguiente posa donde le iba el segundo responso y así hasta llegar el templo.
Obviamente, aquella era una Salta de templos cercanos, justamente, mientras el muerto iba de posa en posa, las campanas acompañaban aquel terrible momento.
El ingreso al templo y el funeral
Hablando siempre de un muerto importante, por supuesto, el ingreso al templo del cortejo era poco menos que apoteótico. Precedían los cantos del coro, el cura delante de la procesión echando incienso, las campanas al vuelo mientras los sonaban los salmos penitenciales como introducción a la celebración eucarística.
El féretro se depositaba sobre un catafalco, generalmente cubierto con una tela morada de ribetes dorados y daba comienzo la misa que se alargaba entre cantos, órgano y oraciones, llegando al momento cúlmine cuando el cura rezaba el último responso sobre el muerto y sentenciaba: “Descansa en paz porque sus obras lo acompañan”. Momento subrayado por el llanto desconsolado de los deudos más próximos.
Se iniciaba el camino hacia el cementerio…
Continuará.